El día que Juan Crisóstomo Fernández, astro del futbol
nacional, delantero contundente, tres veces campeón de goleo e hijo predilecto
de San Bernardo los Cerritos inauguró la cancha del pueblo, volaron fuegos
artificiales, se mataron marranos, cabritos y las reservas de destilados fueron
ofrecidas en la mayor fiesta que quienes estuvimos gozamos en toda nuestra vida.
Al día siguiente, de camino a la capital, a la concentración del club, Juan
Crisóstomo Fernández falleció.
Al sepelio concurrió todo el pueblo y gente de los cercanos,
todavía afectados por la resaca del festejo. El alcalde leyó un discurso
fúnebre que escribió papá – desde entonces su mayor orgullo- y todos desfilamos
frente al féretro abierto en el circulo central de la cancha. La reconstrucción
facial fue excelente y por tanto macabra. Fue la última vez que alguien piso el
césped del rectángulo verde.
Por supuesto, con la excepción de Don Benito, hijo de María
Rosa, hermana de la madre del astro; de oficio jardinero, resultaba ser el
pariente más cercano del difunto. Esa
cercanía en la línea sanguínea, casi mística, fue la que decidió su lugar
privilegiado en San Bernando: por encargo del consejo y creían algunos, por
designio divino, llegaba todos los días a la cancha, se calzaba las calcetas
especiales, tomaba las tijeras -afiladas cada noche- y abría la puerta del
enrejado que un año después de la inauguración encerró los sueños futbolísticos
de los niños del pueblo, para cortar el césped con un cuidado excepcional.
Dijo el consejo y esperaba la gente, que la cancha volvería
a ser abierta cuando llegará al pueblo un club profesional, como lo había querido
Juan Crisóstomo. Nosotros, los que corrimos hace años con camisetas que
portaban el nombre del héroe pintado a mano y que alcanzamos a corear los goles
de las temporada gloriosas, nos conformamos con jugar a unos metros del lugar
sagrado.
Una sola vez ocurrió la tragedia. Fabián cruzo la pierna en
el trayecto de nuestro balón a la portería improvisada con piedras y la
esférica se elevó tanto que cruzó la reja de la cancha. Nadie se atrevió a
entrar por ella. Cuando los grandes se enteraron fuimos llamados a juicio, cada
uno en su casa. La mamá de Fabi le propinó una golpiza épica. Tardó 10 meses en
volver a unirse a nuestro juego.
De entre los niños, fue Reinaldo el más talentoso. Ya desde
los primeros juegos se notaba una capacidad de birle nada común entre los
Bernardinos. Él se convirtió en la esperanza del pueblo. Cuando se dieron
cuenta de su forma de ofrecer y esconder el balón fue llevado con Lucila, quien
después de leerle el café auguró gloria en sus botines. Por eso, el día que
tomó el bus para ir a la capital a probarse con el Atlético, las ollas
hirvieron la mejor carne maciza, como esperando las buenas noticias. Don Benito
redobló el esmero, si eso era posible, con que cortaba el césped y el alcalde
ordenó agilizar todo papeleo que incumbiera al municipio para tener libre día de la vuelta, por si acaso (por supuesto,
nunca había papeles importantes). Pero Rei regresó antes del día esperado, con
los parpados secos por las lágrimas y se encerró en su casa. El párroco se
encargó de ir a averiguar las noticias. Bajo secreto de confesión le sacó a Reinaldo
lo que ya todos sabíamos: había sido rechazado.
Parece que el tiempo no pasa en los pueblos, pero en el
nuestro una señal nos recordaba que los días consumen la vida: las manos de Don
Benito se fueron haciendo viejas. Cada vez le costaba mayor trabajo sostener
las mismas tijeras. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que ya no alcanzaba
a podar la misma proporción de césped
que los años anteriores. El consejo se preocupó, pero en seguida los más
jóvenes se entusiasmaron con la idea de ser elegidos para continuar el ritual.
Pronto, los rumores de a quién se elegiría para cuidar del
césped comenzaron a ser el tema predilecto de San Bernardo de los Cerritos.
Inmediata, posible, la idea del sucesor de Don Benito se volvió más relevante
que la del sucesor de Juan Crisóstomo. El pueblo, como en mucho tiempo no pasaba,
cambió la veneración de los pies por la de las manos.
Todo esto no pasó desapercibido ante el jardinero. Aunque
pocos se dieran cuenta, los más observadores comenzamos a notar la tristeza de sus
brazos, además de una pisada extraña, entre rencorosa y agotada al avanzar por
las figuras del pasto.
Pero fue el propio Benito el que tomo cartas en el asunto. Mientras
sus fuerzas parecían disminuir más temprano se presentaba al ritual diario. Se
quitaba los zapatos, se ponía las calcetas especiales y entraba a podar. Ponía gran
esmero en la labor, mientras el pueblo lo miraba con admiración compasiva.
Fue Fabián el que se dio cuenta desde lo alto de su azotea,
que los trazos sobre el pasto adquirían de a poco señales extrañas. Me lo dijo
una tarde y lo pude confirmar de inmediato. A tres cuartos de cancha, más
próximo a la portería norte, un círculo apenas perceptible sobre el verde
sugería que algo iba a pasar. Y pasó.
La madrugada de aquel
domingo, Don Benito salió de la cama, llevaba en su espalda un bulto. Con todo
sigilo se dirigió a la cancha. Abrió la puerta del enrejado y sin hacer ruido,
se quitó los zapatos y entró al lugar santo de San Bernardo. Debió dormir en el
pasto, a un costado de la línea lateral, cerca de la banca, a donde se
refugiaría con los primeros rayos del sol. Cerca de las 7 de la mañana, cuando
la gente se dirigía a misa, el hombre se despertó y tomo lugar en una de las
butacas del área técnica de los locales. En seguida la gente comenzó a hacerse
preguntas.
Con la campanada que anunciaba la primera misa del día, ante
los ojos atónitos de los fieles, el jardinero se calzó los zapatos de futbol, se
ajustó un short nuevo y alisó con la mano las arrugas del jersey. Camino hacia
la portería sur, profanando con la suela el césped casi virgen de la cancha.
Una vez en el manchón penal, comenzó a correr hacia la
portería norte. Sus pasos eran torpes y la conducción del balón poco talentosa.
Lo ayudaban extraños surcos de pasto, creados disimuladamente con las tijeras.
Llegando a los tres cuartos, con un toque, colocó la esférica en el círculo que
antes le habíamos descubierto, se perfiló y aventuró un disparo hacia la portería
mientras el impulso lo derribaba como a un muñeco. La pelota voló sólo un poco
y pasando el área chica cayó, rodando débilmente, de forma desafinada, sin
chiste, sin gracia, hasta la línea final,
para insertarse en la portería en el gol
más espantoso que algún Bernardino hubiera visto, pero el único en esa cancha.
El jardinero se dio vuelta sobre el césped, festejó su gol
llorando y dejando ver en letras blancas la pintura a mano sobre el jersey: “Benito”,
y de manera subrayada, el número 10 que portara el astro Juan Crisóstomo Fernández.