miércoles, 5 de junio de 2013

#marchasolemnedelos49

Se marcha en silencio, un silencio que se sube a la garganta y aprieta a momentos, con el recuerdo de cada uno de los 49 niños que murieron en el incendio de la guardería de Hermosillo. En las dependencias oficiales y en el zócalo, la bandera ondea a media asta, pero en Palacio Nacional parece que las proclamas de justicia rebotan contra los muros. Los días, más largos desde entonces, sumaron hoy cuatro años de impunidad. "Sin justicia no hay paz", pero en la consigna se encierra un escalofrío que recorre el país, más allá del DF, más allá de Sonora: si no existe justicia para los niños, ¿para quién? ¿para cuando? Entre el enojo, la rabia, la tristeza y el llanto por la muerte, por la tragedia, por la corrupción y la negligencia hay un motivo de lucha en los padres y en la sociedad que marcha con ellos: ABC Nunca más. 
















miércoles, 24 de abril de 2013

Demasiado (relato)

De Fátima puedo decir muchas cosas. Basta una. Que la quise mucho. Que la quise con toda mi energía, con toda mi atención y con toda mi imaginación. Dos veces intente besarla y no tuve éxito. A cambio recibí miradas llenas de ternura y una sonrisa que aseguraba quererme también, pero de distinta forma.

Nunca fue un problema grave. Me conformaba con ese cariño no tan grande como el mío. Estaba en paz con los abrazos que cada día me regalaba y solía crear pequeñas historias de nosotros. Era suficiente. Más que suficiente cuando, mitad en broma, prometió darme un beso “algún día”.

Cumplió. Vino a casa, dijo, para contarme algo. Se puso a jugar y como era su costumbre, se recostó en el sillón mientras hablaba. Hablaba mucho. Yo me senté en la alfombra y a ratos ponía atención a lo que decía. Con la mano me guío para sentarme a su lado. Entonces cerró los ojos y se calló. La besé otra vez y en esta, ella separó los labios y mordió despacio los míos, mientras pasaban los segundos, vueltos horas, eternidades que nos inclinaban hasta dejarnos tendidos sobre la superficie suave del sillón, o sobre el aire o el agua, que para ese momento no eran muy diferentes. Mis manos besaban sus hombros, estirando los tirantes de su blusa y de su sostén, de talla pequeña.

Hay ocasiones en las que no hace falta desvestirse para amar. Basta levantar la falda, bajar un cierre y hacer a un lado el miedo, la pena y la ropa interior e imaginar que pasa, dejar que pase, querer que pase.

Su lengua penetró mi boca. Su respiración penetró mis oídos y su aroma a humedad, mi olfato. Me apreté contra ella para entrar más. Para quedarme dentro. Cerca del orgasmo sujete su espalda para que no se fuera; ella me abrazó fuerte, para no dejarse ir. Quizá nos faltó fuerza.

Extraña como fue, nuestra pequeña historia se empeñó en no caminar hacia el frente. Después del sexo nos desvestimos. Nos abrazamos sin dormir y sin hablar, hasta que ella se levantó y reordenando su apariencia se preparó para salir de la casa. En la puerta se detuvo y dando media vuelta llegó hasta mi boca y me dio otro beso. Uno más pequeño, acaso más cálido. “Tú me quieres demasiado”, dijo. “Yo también. De otra forma”.

viernes, 12 de abril de 2013

Desierto


Pasas una vez más del calor al frío. No es algo nuevo, como no es nuevo el estrépito que te abruma y te impulsa a acercarte a la baranda del puente peatonal. Te asomas al pequeño precipicio, te mareas, pero no puedes dar un paso atrás. Te sientes aplastado por la velocidad inerte de los automotores, por la migraña, por los 2 mil 200 metros de altura sobre el nivel del mar. Te dirán que son ríos. De gente, de autos, de asfalto. “Secos”, piensas, tal vez. La luz amarilla se transforma en roja, y abre heridas como de cuchillo en lo que ven los ojos. Flotan por segundos y se desvanecen.  A la derecha de la avenida un hombre camina cansado, arrastra los pies y levanta polvo. Arena. Se hunde en la espesura del cemento sucio, pero sigue caminando. Tú pasas del frío al calor.

Adentro de los vagones del metro otra soledad espera. Las personas van y vienen. Cambian. Te recargas en la puerta y ves pasar la ciudad estoica: sobrevivió un día más. Como un vapor se levanta el cansancio de la tierra enorme, parecen abrirse surcos donde más caminó la gente. El viento es fuerte y las últimas personas corren. Las tiendas cerradas ceden espacio a la nada y a los puestos ambulantes vigías. Las últimas personas corren.
El aire tibio dentro de los vagones, los últimos que viajan hoy, te produce nostalgia. Extrañas. Extrañas la risa. La piel y la risa. El abrazo y la risa. El descanso y la risa. El camino y la risa. Y el metro avanza siempre hacia adelante y detrás quedan reflejos, hojas, flores. Te hundes en un silencio del silencio. La ciudad son dunas llenas de recuerdo y arena. Y arena. Todo es arena.


lunes, 11 de marzo de 2013

Ciudad plástica innovadora



Faber Cuervo
Economista UdeA
 
Villa de la Candelaria, ¡qué poco has cambiado!, sigues siendo esa misma que versificó León de Greiff en 1914: “Sucesos banales. /Gente necia, /local y chata y roma. / Gran tráfico/ en el marco de la plaza. / Chismes./Catolicismo./ Y una total inopia en los cerebros…/ Cual/ si todo / se fincara en la riqueza, / en menjurjes bursátiles/ y en un mayor volumen de la panza.”
Sucesos banales. ¿Para qué le dan a Medellín el premio de ciudad más innovadora en el mundo? Innovación sin asumir ni entender la modernización, sin vincularla al desarrollo y a la felicidad humana. ¿Qué se pretende con una distinción más mediática, publicitaria e inducida, que determinada por criterios de mejoramiento colectivo? ¿Qué se prepara con Medellín? ¿Qué monstruo de ciudad estamos construyendo? 
Gran tráfico. Ciudad plástica innovadora, empaques atractivos, forradas pieles femeninas, voyeurismo lujurioso, centros comerciales que hieren los ojos, exhibicionismo de mercado, carros lujosos, asepsia y conductismo Metro, consumismo para alardear, moda y cabalgaduras. Medellín, la más tersa y quirúrgica, academias fortines de políticos, hotelería al tope, vuelos que prometen, ejemplarizantes ejemplos de convencionalismos y lugares comunes, eterna vanidad de vanidades.
Total inopia en los cerebros. Desfogue en el grito, en el no escuchar, en ser vacios y ruidosos. Preferir estar más cerca del animal mecánico que no levanta la cabeza, adorar lo violento, la ordinariez y el mal hablar.
Cual si todo se fincara en la riqueza, en menjurjes bursátiles. ¡Viva Medellín de hierros, aceros, cementos, máquinas y autopistas para la información y el dinero! Esto es más importante que la convivencia, que el derecho a vivir sin la extorsión oficial e ilegal. La ciudadanía se debate en una cotidiana sobrevivencia, no hay tiempo para leer, para cultivar el espíritu, para disfrutar del ocio y las relaciones comunitarias. Nuestras gentes amables y corteses hacen sentir bien al extranjero turista; pero, nuestras gentes no están felices con su ciudad. Es una condena interna, mostrar una sonrisa forzada para que se sientan bien los de afuera.
Medellín pudiera hacerse acreedora a otros resonantes y banales premios: el de la capital mundial de injertos en siliconas o el de la capital mundial de fronteras invisibles. Empero, estos premios nunca los darán porque no venderían la imagen de una ciudad innovadora en tecnologías, “desarrollo sostenible”, infraestructura y servicios, precisamente la ciudad que requieren los principales beneficiarios de la Medellín comprable: los banqueros y grandes corporaciones inversionistas.
Así como en muchos hogares se corre a barrer la mugre y a guardar en el cuarto de rebrujos lo que no es estético, cuando viene una visita importante, también se esconde en Medellín lo que no conviene mostrar recurriendo a la euforia de los premios y a las ilusiones manipuladoras. Hay que mostrar lo bonito, lo moderno, la infraestructura, las máquinas en rieles, las escaleras eléctricas, la belleza física, el cable y el inerte cemento. Medellín copia muy bien lo de afuera y logra aventajar a sus modelos de ciudad, al punto que va a superar a Estados Unidos, esa lacónica fantasmagoría que describiera el maestro Fernando González:
“Estados Unidos es país de todo. En general, primitivo y muy rico; maquinista y cruel, idealista y humano, infantil  y millonario. Su conciencia va muy atrás de su confort. El progreso maquinista realizado allí, perturbó al mundo”. (Revista Antioquia. Medellín: Editorial Udea. 1997. Pág. 83).
No tenemos memoria. Nuestros escritores consagrados nos vienen diciendo desde el siglo XIX que debemos mirar hacia nosotros mismos, superar ese excesivo amor al oro, al dinero y a la apariencia. Tomás Carrasquilla hace hincapié en sus novelas sobre ese plutonismo y arribismo de los antioqueños. Sin embargo, eso está vivo, como una hiedra de siete cabezas, y se manifiesta en la propaganda vanidosa de una ciudad innovadora, en el reforzamiento de unos egos estúpidos, en las veleidades de una ilusión. Gregorio Gutiérrez González narra, en uno de sus cuentos, el desprecio que un acaudalado comerciante (con mayor volumen en la panza) hace a un joven bogotano que pide la mano de su hija, porque se dedica a escribir versos. El joven termina el cuento con un epigrama:
“De una ciudad, el cielo cristalino /brilla azul como el ala de un querube, / y de su suelo cual jardín divino/ hasta los cielos el aroma sube; / Sobre ese suelo no se ve un espino, / Bajo ese cielo no se ve una nube…/…Y en esa tierra encantadora habita…/La raza infame, de su Dios maldita. / Raza de mercaderes que especula /con todo y sobre todo. Raza impía, /Por cuyas venas sin calor circula/ La sangre vil de la nación judía; / y pesos sobre pesos acumula/ El precio de su honor, su mercancía. / Y como sólo al interés se atiende, /Todo se compra allí, todo se vende.”
(Felipe. En: Antología del temprano relato antioqueño.
Jorge Alberto Naranjo –compilador-. Medellín:
Colección autores antioqueños. 1995. PP. 39-49). 
  
Gonzalo Arango también le cantó a la luminosa oscuridad y oscura luminosidad de la ciudad en su hermoso poema Medellín a solas contigo:
¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero (…) Tu fanatismo laborioso no te da tiempo para asimilar otras filosofías de la vida. No has tenido tiempo de aprender el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al espíritu, pero pesas demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza que no es elevada, que no es del alma”.
(En: Obra negra. Santa Fe de Bogotá: Plaza y Janes. 1993).
 
La educación de una comunidad pasa entonces por redescubrir y revisar con los educandos nuestra idiosincrasia, nuestros valores inculcados desde sutiles herencias culturales. La literatura es una gran herramienta en esta tarea, para desnudarnos porque urge autoexpresarnos, vernos hacia adentro, sin negar nuestro ser, sin dar la espalda a lo que somos, ni a lo que anhelamos. Para no adobar ni maquillar las realidades mezquinas, utilitaristas e imbéciles que vivimos a diario en nuestra amada ciudad.
El slogan “Medellín, la más educada” ya está atropellando. Su enunciado evidencia prepotencia y segregación, como si las otras ciudades y regiones no tuvieran ese derecho. “Antioquia, la mejor esquina de América”, a costa de los muertos de la comuna 13, y de las otras comunas, y de Urabá; a costa de aplastar los derechos de los ciudadanos, rompiéndonos el alma con cada árbol longevo que decapitan para abrirle espacio a un metroplus mal diseñado, innecesario en varios tramos, devastador en lo ambiental, lo social y lo económico. ¿Quién se puede oponer a su fascista recorrido?
El grisáceo asfalto atraganta la mirada y afecta el cerebro que clama por un respiro a la tierra guarnecida. La contaminación aumenta, pero no importa; hay que abrir más carriles para que rueden más carros. El cambio climático acosa, pero hay que levantar más torres en las riberas de las cuencas que no se han secado. Medellín, ciudad ¿de quién? Una ciudad que no cuenta con la gente para modificarse y desarrollarse integralmente, es una ciudad que empieza a perder el sentido de su existencia. Cuando una ciudad impone infraestructuras, remodelaciones, cambios estructurales, que no obedecen a la satisfacción del bien común y de sus habitantes, sino a intereses particulares de ganancias y apropiación de espacios, entonces la ciudad se convierte en lóbregos laberintos y tierra de nadie. Gobiernan en ella hilos invisibles, asustan las propias sombras, desata los instintos para la supervivencia. La criminalidad brota como los piroplásticos lanzados por un volcán. La ciudad se escinde en múltiples ciudades, las separan fronteras invisibles, los niños pierden la aventura de la exploración. Los comerciantes, los pequeños y medianos supermercados, los transportadores, cualquier entable de supervivencia, tiene que pagar no sólo elevados impuestos y valorizaciones al municipio, sino “vacunas” a las cientos de bandas extorsionistas. ¿Qué ciudad es ésta donde asesinan a los niños porque cruzan inocentemente una frontera invisible?
¿Por qué el City Group, el Wall Street Journal y el Land Urban Institute (los que otorgaron el premio a Medellín innovadora) no promueven estímulos a la construcción de una ciudad que logra la convivencia y la inclusión social? ¿Acaso les interesa? ¿Qué intereses tienen en destacar la infraestructura y el “excelente entorno de negocios” de Medellín? ¿Qué pretenden con esta ciudad? ¿Más infraestructura? ¿Más contratos multimillonarios? ¿Más inversiones que dejan exorbitantes ganancias a los más boyantes? ¿
Quiénes realmente se benefician con el deslumbrante “desarrollo” de Medellín?
Una ciudad se funda para garantizar un lugar seguro a sus habitantes. La ciudad debe afianzar los valores de la confianza, la cooperación, el reconocimiento del otro, para poder vivir en comunidad. Si una ciudad no ofrece esto, no hay ciudad, hay una serie de tubos, de sanitarios, de losas, de grifos, de bajantes, de hierros, es decir unas edificaciones sin alma, tal como aparece en uno de los cuentos de Las ciudades invisibles de Italo Calvino.
Las ciudades no sólo son sus construcciones, sus fastuosos centros comerciales, sus pomposos centros de convenciones, sus palacios bancarios, sus descrestantes puentes elevados, etc. La ciudad son sus gentes con sus esfuerzos y creatividades, pero, en especial, con sus espacios y quehaceres en el mundo. Para lograr esto, una ciudad debe ofrecer a sus habitantes, lugares de encuentro, parques con abundante naturaleza, espacios públicos amables y seguros, opciones culturales, calles y aceras para el desplazamiento, buen aire para respirar, espacios silenciosos para el recogimiento, programas y políticas públicas que involucren a sus ciudadanos. Un Área Metropolitana a la que sólo le importa lo que le da dinero y delega la salud y la educación a entes privados no está ayudando a construir ciudad. La ciudad no se construye para darle gusto a los que nos miran desde afuera, ni para atraer inversionistas, ni para ser premiada en nada. La ciudad se diseña para sus gentes, para que tengan una buena calidad de vida y puedan compartir en una conviviente comunidad.
La razón de ser de una ciudad son las personas que la habitan, la ciudad se debe a ellas. Cuando nos preocupamos desmesuradamente por cómo nos ven desde afuera estamos perdiendo el norte; empezamos a diseñar ciudad para vender, para mostrar, para deslumbrar, para atraer turistas. No tenemos que ser como Barcelona, ni como Miami, ni como Buenos Aires, ni como Dubai. Tenemos que ser Medellín, mirarnos hacia adentro, tejer comunidad solidaria, corregir nuestras debilidades y fortalecer nuestras virtudes.
China tiene la mayor producción de bienes y servicios en el mundo, pero para qué le sirve esto si está matando a sus habitantes con un desproporcionado rango de contaminación. Medellín puede seguir en su delirio enfermizo de pretender ser la mejor en cuanta cosa rara se inventen, pero de qué le sirve si estamos asediados por el crimen organizado, por la violencia más bárbara hacia las mujeres y los niños, por el desempleo y la falta de oportunidades. Medellín la más innovadora en lo físico pero un fracaso en lo social, un infierno de la intolerancia, una tragedia humana de supervivencia e inequidad. El centro abandonado a la miserable vida de prostitutas, viciosos, expendedores de droga, indigentes, rebuscadores, parados. Durmientes callejeros por toda la ciudad, hambre y desprotección de los niños, indígenas pidiendo limosna, destrucción del paisaje que se libró del hacha de mis mayores. 
En conclusión, no premiaron una ciudad, premiaron una infraestructura, y una infraestructura no es suficiente para hacer una ciudad. Medellín está lejos de ser una ciudad, porque no es incluyente, impone decisiones que atropellan a los ciudadanos, erige dos monstruos que empiezan a valer más que todos los humanos que la habitamos (EPM y El METRO), no tiene niveles mínimos de convivencia, no asegura calidad de vida sin distingos sociales, no tiene estrategia para desarticular la alta violencia intrafamiliar. Sin desconocer la metamorfosis de algunos sectores de la ciudad, digo con el poeta José Manuel Arango:
“Hablo de la ciudad que amo,
De la ciudad que aborrezco”.
 
(Montañas. En: Poesía completa.
Medellín: Editorial UdeA. 2003, pág. 321).

sábado, 9 de marzo de 2013

Tierra seca (relato)


Ella espera. Toma asiento en el césped disparejo a unos metros de la banca de forja, sobre la tierra que se asoma en cada hueco que el verde no pudo cubrir. Se toma las rodillas, se frota las piernas cubiertas de tela sintética y lisa. Consulta su muñeca e imagina que hora sería su tuviera reloj. No importa. Lo mismo da que sean las dos, las cuatro, o las 24 horas. Seguirá esperando. 

No debería, sabe. Quien espera se desilusiona porque no obtiene, pero hace frío, y quiere calor. Recoge piedras y las lanza contra un árbol sin que alguna de con el objetivo.

La tierra está reseca como sus labios, cuarteados por el frío. Hurga en la bolsa, encuentra la pomada y se la unta sin cuidado, primero en el labio inferior y después en el superior, los aprieta y aprieta las ganas de ver, de abrazar. 

Entonces se incorpora, reacomoda la blusa y pasa los dedos por el cabello, palpa el teléfono celular y se pone triste. En la bandeja de mensajes no habrá nada que pueda interesarle. Hace tiempo que no hay un texto interesante. En la maniobra ve la hora. No vendrá, sabe, pero ¿por qué vendría? 

Los pájaros vuelan en grupo sobre el mismo parque. Ella deja una nota en la banca de forja, como todos los días, y se retira rumbo a casa. Mañana no estará la nota. Quién sabe quién la encontrará, la leerá, quizá la guardará o la coleccionará, como a cada una de las decenas de notas anteriores. Pero él, no vendrá y ella se va a soñarlo, como todos los días, hasta que uno, ella tampoco llegue.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La cancha (relato)


El día que Juan Crisóstomo Fernández, astro del futbol nacional, delantero contundente, tres veces campeón de goleo e hijo predilecto de San Bernardo los Cerritos inauguró la cancha del pueblo, volaron fuegos artificiales, se mataron marranos, cabritos y las reservas de destilados fueron ofrecidas en la mayor fiesta que quienes estuvimos gozamos en toda nuestra vida. Al día siguiente, de camino a la capital, a la concentración del club, Juan Crisóstomo Fernández falleció.

Al sepelio concurrió todo el pueblo y gente de los cercanos, todavía afectados por la resaca del festejo. El alcalde leyó un discurso fúnebre que escribió papá – desde entonces su mayor orgullo- y todos desfilamos frente al féretro abierto en el circulo central de la cancha. La reconstrucción facial fue excelente y por tanto macabra. Fue la última vez que alguien piso el césped del rectángulo verde.

Por supuesto, con la excepción de Don Benito, hijo de María Rosa, hermana de la madre del astro; de oficio jardinero, resultaba ser el pariente más cercano del difunto.  Esa cercanía en la línea sanguínea, casi mística, fue la que decidió su lugar privilegiado en San Bernando: por encargo del consejo y creían algunos, por designio divino, llegaba todos los días a la cancha, se calzaba las calcetas especiales, tomaba las tijeras -afiladas cada noche- y abría la puerta del enrejado que un año después de la inauguración encerró los sueños futbolísticos de los niños del pueblo, para cortar el césped con un cuidado excepcional.

Dijo el consejo y esperaba la gente, que la cancha volvería a ser abierta cuando llegará al pueblo  un club profesional, como lo había querido Juan Crisóstomo. Nosotros, los que corrimos hace años con camisetas que portaban el nombre del héroe pintado a mano y que alcanzamos a corear los goles de las temporada gloriosas, nos conformamos con jugar a unos metros del lugar sagrado.

Una sola vez ocurrió la tragedia. Fabián cruzo la pierna en el trayecto de nuestro balón a la portería improvisada con piedras y la esférica se elevó tanto que cruzó la reja de la cancha. Nadie se atrevió a entrar por ella. Cuando los grandes se enteraron fuimos llamados a juicio, cada uno en su casa. La mamá de Fabi le propinó una golpiza épica. Tardó 10 meses en volver a unirse a nuestro juego.

De entre los niños, fue Reinaldo el más talentoso. Ya desde los primeros juegos se notaba una capacidad de birle nada común entre los Bernardinos. Él se convirtió en la esperanza del pueblo. Cuando se dieron cuenta de su forma de ofrecer y esconder el balón fue llevado con Lucila, quien después de leerle el café auguró gloria en sus botines. Por eso, el día que tomó el bus para ir a la capital a probarse con el Atlético, las ollas hirvieron la mejor carne maciza, como esperando las buenas noticias. Don Benito redobló el esmero, si eso era posible, con que cortaba el césped y el alcalde ordenó agilizar todo papeleo que incumbiera al municipio para tener libre  día de la vuelta, por si acaso (por supuesto, nunca había papeles importantes). Pero Rei regresó antes del día esperado, con los parpados secos por las lágrimas y se encerró en su casa. El párroco se encargó de ir a averiguar las noticias. Bajo secreto de confesión le sacó a Reinaldo lo que ya todos sabíamos: había sido rechazado.

Parece que el tiempo no pasa en los pueblos, pero en el nuestro una señal nos recordaba que los días consumen la vida: las manos de Don Benito se fueron haciendo viejas. Cada vez le costaba mayor trabajo sostener las mismas tijeras. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que ya no alcanzaba a podar la misma proporción de césped  que los años anteriores. El consejo se preocupó, pero en seguida los más jóvenes se entusiasmaron con la idea de ser elegidos para continuar el ritual.

Pronto, los rumores de a quién se elegiría para cuidar del césped comenzaron a ser el tema predilecto de San Bernardo de los Cerritos. Inmediata, posible, la idea del sucesor de Don Benito se volvió más relevante que la del sucesor de Juan Crisóstomo. El pueblo, como en mucho tiempo no pasaba, cambió la veneración de los pies por la de las manos.

Todo esto no pasó desapercibido ante el jardinero. Aunque pocos se dieran cuenta, los más observadores comenzamos a notar la tristeza de sus brazos, además de una pisada extraña, entre rencorosa y agotada al avanzar por las figuras del pasto.

Pero fue el propio Benito el que tomo cartas en el asunto. Mientras sus fuerzas parecían disminuir más temprano se presentaba al ritual diario. Se quitaba los zapatos, se ponía las calcetas especiales y entraba a podar. Ponía gran esmero en la labor, mientras el pueblo lo miraba con admiración compasiva.
Fue Fabián el que se dio cuenta desde lo alto de su azotea, que los trazos sobre el pasto adquirían de a poco señales extrañas. Me lo dijo una tarde y lo pude confirmar de inmediato. A tres cuartos de cancha, más próximo a la portería norte, un círculo apenas perceptible sobre el verde sugería que algo iba a pasar. Y pasó.

 La madrugada de aquel domingo, Don Benito salió de la cama, llevaba en su espalda un bulto. Con todo sigilo se dirigió a la cancha. Abrió la puerta del enrejado y sin hacer ruido, se quitó los zapatos y entró al lugar santo de San Bernardo. Debió dormir en el pasto, a un costado de la línea lateral, cerca de la banca, a donde se refugiaría con los primeros rayos del sol. Cerca de las 7 de la mañana, cuando la gente se dirigía a misa, el hombre se despertó y tomo lugar en una de las butacas del área técnica de los locales. En seguida la gente comenzó a hacerse preguntas.

Con la campanada que anunciaba la primera misa del día, ante los ojos atónitos de los fieles, el jardinero se calzó los zapatos de futbol, se ajustó un short nuevo y alisó con la mano las arrugas del jersey. Camino hacia la portería sur, profanando con la suela el césped casi virgen de la cancha.

Una vez en el manchón penal, comenzó a correr hacia la portería norte. Sus pasos eran torpes y la conducción del balón poco talentosa. Lo ayudaban extraños surcos de pasto, creados disimuladamente con las tijeras. Llegando a los tres cuartos, con un toque, colocó la esférica en el círculo que antes le habíamos descubierto, se perfiló y aventuró un disparo hacia la portería mientras el impulso lo derribaba como a un muñeco. La pelota voló sólo un poco y pasando el área chica cayó, rodando débilmente, de forma desafinada, sin chiste,  sin gracia, hasta la línea final, para insertarse en la portería  en el gol más espantoso que algún Bernardino hubiera visto, pero el único en esa cancha.

El jardinero se dio vuelta sobre el césped, festejó su gol llorando y dejando ver en letras blancas la pintura a mano sobre el jersey: “Benito”, y de manera subrayada, el número 10 que portara el astro Juan Crisóstomo Fernández. 

jueves, 4 de octubre de 2012

Florecita (relato)

La florecilla violeta se aferró al racimo con todas sus fuerzas. Su cuerpecito temblaba. El resto de las flores que habían crecido con ella caían de a poco, sin atreverse a resistir. Pero ella no quería, así que contuvo la respiración y trató de ocultarse del viento. Era inútil. Sus compañeras se entregaban a la gravedad y la dejaban sin resguardo. 

Pronto se le acabaron las fuerzas, después de todo, qué podía una simple florecilla contra las leyes de la naturaleza. Cerró los ojos y cedió al desguance. Sintió vértigo. Un sonido apenas perceptible anunció la inminencia del final. Quiso llorar.

Una lagrimita de savia violeta resbaló por ella y se precipito sobre el césped, unos 6 metros abajo. Se consoló pensando que tal vez, si alcanzaba a recuperar las fuerzas y medía con exactitud los movimientos del aire, podría caer en el cuerpo de aquella mujer que cantaba al pie del tronco. La idea era de difícil ejecución, pero con suerte tendría los segundos necesarios para acomodar su cuerpo. Fue por eso que abrió los ojos y cuando lo hizo pudo ver caer con toda violencia a algunas flores de otros racimos.

Se asustó. Miró desesperadamente a su alrededor y entonces se dio cuenta de que no eran ellas quienes caían con violencia, ¡era ella la que caía de forma inusitadamente lenta! ¿Qué estaba pasando?

Sin encontrar explicación, se alegró tanto que dio una pirueta y extendiéndose pretendió que el viento decidiera su rumbo. A esa velocidad, podría terminar de escuchar la canción de aquella chica y eso la hacia completamente feliz.

Pero no era el aire lo que movía a la pequeña. Un extraño impulso de las notas que salían de la boca y otro del baile de los dedos de la chica al pie de la jacaranda, le impedían la caída libre y la llevaban de un lado a otro.

A veces dibujando círculos, otras en movimientos informes, se fue encontrando con la plenitud del árbol. Sus insectos, las miles de hojas y millones de hojuelas. Conoció y se maravillo de ver el tronco que se alzaba majestuoso. Pasó de frente a una ardilla que se sorprendió al verla flotar, sin entender la magia que detenía la gravedad.

Se fue acercando al cuerpo de la joven y al cuerpo del hombre que descansaba recostado en sus piernas. Cuando casi pudo tocar algunos de sus cabellos, dispersos, se dio cuenta de todo. La música terminaba. Suspiro profundamente y deseó nuevamente caer en el cuerpo de la cantante. 

Y la melodía dio fin. Y la florecita, que había rozado los cabellos, cayó sobre el césped, a un par de cuartas de la mano que tanto quería. Sobre el verde la vida se le terminó, tal como dicta la naturaleza, pero antes de que acabara por completo, esa mujer la cogió, la puso cerca de mi nariz y me dio un beso muy lento y muy grande.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Mudanza (relato)


Mañana se va. En la estancia ya están sus maletas, su ropa, sus discos, sus libros. Los muñecos de peluche quedaron en el cesto, menos el oso gris, que cuelga de la agarradera de la maleta más chica.  Cuesta trabajo mantener la calma cuando tantos años de convivencia han llenado de recuerdos la casa que hoy luce vacía, como victima de un saqueo.

Hace un par de horas cenamos juntos. Preparo el café como sólo él sabe prepararlo. La cocina y la sala se llenaron de olor a grano y a vainilla. Me animé a preparar la cena; abrí el refrigerador pero por dentro lucía tan desolado como la habitación que compartimos. Saqué un par de filetes de la nevera, los sazoné y los coloqué en el sartén, mientras me sentaba en la silla de madera que siempre estorbó en la cocina.

Desde allí contemple la sala, la mancha de salsa en la alfombra que nunca pudimos eliminar. Vi la televisión que suponía el olvido del estrés del trabajo y me pregunté cómo carajos esa pinche caja desplazó a los oídos de la otra parte de la pareja, sin importar si era él o era yo. Debajo de la pantalla estaba la muñeca tejida que compramos en las vacaciones del último año, el último regalo que nos dimos, pagamos cada uno la mitad de esa muñeca. También fue el último hotel en el que dormimos. La cama era pequeña, mucho más que la cama de la casa, pero sofocaba mucho menos de lo que nos sofocó la nuestra en los últimos meses.

Entonces bajó corriendo las escaleras, regresé de mis pensamientos y creí que me quería decir algo con urgencia. No dijo nada. En lugar de eso corrió a la estufa y la apagó, mientras tiraba a la basura los filetes carbonizados. Ni siquiera reclamó, aunque por dentro le gritaba que me gritara, que me dijera lo estúpida que fui por dejar la carne sobre el fuego y perderme en la inmensidad de los recuerdos.

Tomó el teléfono y pidió una pizza hawaiana. Pensó que no me di cuenta, supuso que yo no sabía cuanto detestaba ese sabor, por considerarlo común, sin chiste. Pero no hice nada. Para qué íbamos a discutir la última noche.

Entre la vainilla y el olor a carbón cenamos casi en silencio. Nos guardamos nuestros reclamos y nuestros odios, yo en la alacena y él en la maleta grande, donde guardó sus jeans y sus libros favoritos.

Después subió al cuarto. Me pidió prestada una toalla, la suya estaba extraviada en las maletas, y se metió a la ducha. Comenzó a cantar. Evitó lo patético, ninguna de desamor. Así es él. De momento, hace un instante, guardó silencio. No sé por qué. Imagino que algunas lagrimas corren por su rostro confundiéndose con las que deja caer la regadera, perdiéndose en la coladera.

Lo pienso desde el sillón. Lo imagino sin querer ponerse la última muda de ropa que queda sin empacar en la casa.

Pronto bajará a dormir. Le quiero pedir que se quede en la habitación, que duerma conmigo, que sea nuestro último sueño compartido.

Suena su celular sobre la mesa de centro. Frente a mí. Debe ser ella. Espero que sea ella. Que haya alguien más que pueda ocupar la línea del móvil. Contesto y una voz femenina me da esperanzas. Pero una familiaridad en las vocales me las quita. Es su hermana y no le quiere dejar recados. No quiere hablar conmigo.

Me dan ganas de llorar. Hundo mi rostro en uno de los cojines. No sabré en que momento me voy a quedar dormida, con la esperanza de despertar a lado de él. No sabré la hora en que él me despertará y con su voz suave me dirá que la habitación está arreglada, y yo caminaré a ella con los ojos acuosos y sólo le diré: perdóname, con la jodida certeza de que ya me perdonó.

Mañana se va. Y cuando despierte ya no estará. El silencio será terrible. Entonces sonará el timbre de la puerta y correré a abrir, con las lágrimas secas, pero al abrir la puerta no será él, porque yo lo eché y le di un plazo para dejar la casa, un plazo que llegó y pasó, y él se fue respetando mi decisión, mis ganas adolescentes de cambiarlo, y el que está tras de la puerta es ese hombre que desde algunos ángulos luce mejor, y que todos piensan que es mejor, pero que nunca será tan imperfecto como el que dejo la casa por la mañana. Y por eso le cierro la puerta sin decir una palabra y subo las escaleras despacio, y me acuesto en la cama para intentar dormir el resto del día, tal vez el resto del mes, o del año. 

jueves, 30 de agosto de 2012

Fauna de alfombra (relato)


Mientras la miraba embelesado, un gato negro y grande permanecía inmóvil, sentado en la ventana, con la mirada perdida en la noche, cinco calles más allá de ellos.

Y él la miraba, sin saber del perro que en la azotea de enfrente dejaba de ladrar para preparar el aullido que dirigiría a la luna, que no era llena, pero poco faltaba para que lo fuera.

Y no le decía nada y no hacia falta, pero respiraba y su aliento llegaba, aunque con debilidad, al cuello de ella, descansado en otro cojín, sobre la misma alfombra.

Y ella movía la mano. Apuntaba al techo y dibujaba espirales, como las espirales del aire al paso de la lechuza que volaba con extremado silencio en un lugar a cientos de kilómetros de distancia.

Él la miraba. Observaba el todo brillante de su piel bajo el brillo de la luz artificial, y miraba la marca de la vacuna que hace años la había inoculado contra la tuberculosis.

Ella preguntó qué miraba, y él no dijo nada, pero apuntó con el dedo esa zona, a pocos centímetros del suelo, a la misma altura que tenía el césped  que en el parque esperaba por ser podado.

Ella se inspeccionó el brazo y vio la cicatriz. Bajó aun más el tirante de su blusa dejando ver la totalidad del hombro. Las pupilas de él se dilataron. Ella soltó una pequeña risa.  

Apenas se escuchó, como apenas se escuchaban los cantitos de los grillos, escondidos en algún lugar del pequeño departamento. Lo que dominaba el sonido, eran las respiraciones.

Con la traslación del tirante, esa fracción de piel tuvo su apogeo, y entonces él vio de nuevo ese lunar que dominaba casi en la  cima del hombro. Pequeño insecto negro. Pedazo de vacío.

Y al vacío quiso arrojarse, por eso se acercó  mientras ella inhalaba suficiente aire para no producir más sonidos y un hormigueo se le hacía presente desde el abdomen hasta la vagina.

Colocó la palma de su mano en el dorso de la de ella y con la nariz escaló el brazo, como araña subiendo en el hilo, mordiendo el codo y estirándole la piel a manera de descanso.

Ella exhaló, trago saliva y volvió a introducir aire profundamente. Tensó el trapecio y preparó el hombro, entregado al aire, a la boca, bello, portentoso. Él espero un segundo allí en la cima, acercó el aliento y se entregó a la penumbra, al abismo circular donde el ojo humano nada puede hacer.

Entonces, el gato en la ventana, movió la cabeza.  

jueves, 23 de agosto de 2012

Letras en el asfalto, parte 1 (relato)


No pudo evitar ponerse roja después de decir “te quiero”. La voz se le quebró un poco, pero obtuvo su compensación cuando el calor se me subió a la frente y le respondí: "yo te quiero más". Quiso decir algo, no sé qué, pero no pudo, y entonces me abrazó.

Así era Carolina. Tenía pocas palabras, pero nunca conocí brazos más elocuentes.  Yo creo que era una cuestión de familia. Sus dos papás tenían que salir a trabajar, así que ella partía su vida en tres lugares: de ocho a una iba a la escuela, de una a ocho vivía, comía y hacía tarea en la casa de su abuela. A las ocho su mamá la recogía y la llevaba a casa para cenar y dormir.

Su mamá se preocupaba mucho. Nunca lo dijo, pero se le notaba en la cara. Su papá era un misterio para el resto de los niños, pero Carolina lo quería mucho. Hasta donde sabíamos, trabajaba fuera de la ciudad y sólo podía verla el fin de semana, el día más divertido.


La conocía desde cuarto grado, cuando tuve que mudarme de ciudad porque a uno de mis papás lo corrieron del trabajo. Dejamos la casa, el barrio, la ciudad, para irnos a vivir a una nueva, donde “nos dejaran vivir en paz”.

Llegar a un nuevo lugar siempre es complicado. Y se imaginarán el primer día de clases en la nueva escuela. Papá Hugo me llevó hasta el salón, entré temblando, la maestra me recibió, se despidió de papá y me presentó ante la clase. “Niños, este es su nuevo compañero, se llama Mario, como llegó tarde al curso les voy a pedir que lo ayuden a ponerse al corriente”. Busqué un asiento desocupado y me fui a sentar, aunque estaba algo apartado del resto del grupo, o tal vez por eso. Antes de un minuto, dos sillas se estaban moviendo, abriendo un espacio para que jalara la mía en medio de ellas, eran Ramón y Carolina, quienes me invitaban a sentarme con ellos. De inmediato me hice su amigo y para el final del recreo ya no me sentía un extraño. Hubo una conexión, inocente si se quiere, entre yo y los niños del cuarto b, por primera vez me sentí parte de algo, y lo hice desde el momento en que jugamos futbol en la explanada, con los suéteres como postes de la portería y el bote de frutsi como balón.

Al día siguiente las cosas cambiaron en la cancha. Papá Roberto, que había hablado por teléfono al terminar las clases, había llevado a casa un balón nuevo pintado con los colores del Barcelona. Lo llevé a la escuela. Al principio, nadie se animaba a jugar, decían que se iba a hacer feo, Ramón me explicó que nunca habían jugado con uno original, pero después de perderle el miedo se armó una buena reta contra el cuarto A. No metí un solo gol y aunque perdimos, todos hablaban del que metió Caro y los que paró mi mejor amigo.


La maestra Anita era una mujer muy buena y siempre me ayudó mucho. Aunque puso a los más adelantados de la clase para auxiliarme, la verdad es que yo terminé ayudándolos a ellos.

Nunca olvidare como intercedió por mí en el primer problema. Era viernes de fin de mes y los tutores iban a junta para escuchar las indicaciones que fuera a dar la profesora y exponer sus preocupaciones. Tímida, la mamá de Arturo levantó la mano y preguntó: “y… ¿no es raro que tenga dos papás?”  Todo el salón guardó silencio, pero la maestra Anita ni se inmutó y contestó de inmediato. “Pues no es raro. Muchos aquí sólo tienen en casa a mamá, Paco vive sólo con su papá; usted doña Alicia, ha sabido muy bien cuidar sin ayuda a su nieta. Todos son diferentes y respetamos y queremos a todos.

Yo no sabía que hacer. Bajé la mirada y dejé de escuchar lo que hablaban los adultos, sentí que me ponía rojo y se me iba a escapar una lágrima. Entonces sentí por primera vez esos brazos delgados, elocuentes, que pasaban por mi espalda para abrazarme. Era Carolina y a nombre del grupo, aunque no de todos, me decía: “Te queremos”.

Por entonces no sabía qué era, pero sentí algo muy bonito. Cuando terminó esa junta, cuando terminó el día y me fui a acostar, no dejaba de pensar en lo feliz que era en esa escuela, con mi maestra para defenderme y con Carolina para… para… 

jueves, 16 de agosto de 2012

Las 11 (Relato)


Extendió las manos, encogió los dedos y se detuvo. ¿Para qué? Para qué comenzar con la rutina del tecleo con convencionalismos del tipo  “¿Cómo estás?” sin que el “bien, gracias” significara algo.

Tres segundos antes había sonreído lleno de emoción. La pereza con que miraba al ordenador, recostado en la cama y recargada la cabeza en la pared, desapareció casi mágicamente cuando vio el punto verde aparecer junto al nombre de ella. Se irguió, acomodó la computadora en el escritorio, se sentó en la silla giratoria y extendió las manos.

¿Para qué?  Siempre era él el que comenzaba las conversaciones, que no derivaban en nada interesante si no las sabía llevar a buen puerto. Si tan sólo ella tuviera una vez la iniciativa. Poquita cosa, nada más un “hola” que lo hiciera sentir, ya no digamos importante, al menos interesante o divertido. Pero eso no había pasado y seguramente no pasaría. No había antecedentes, ni uno en el par de meses que llevaba esperando la llegada de las 11 de la noche mientras fumaba o perdiendo el tiempo tumbado en la cama.

Las 11 de la noche. A veces 11 con 5 minutos, pero nunca 11 con seis, rara vez 10 con 59. Si un aliciente tenía para seguir en la guardia era ese, no  las insinuaciones nunca respondidas ni los comentarios de cariño estilo “eres un buen amigo”, sólo la puntualidad con que ella llegaba a la red social.

Buen amigo, quizá. De que otra forma le seguiría hablando después del par de desplantes anteriores a la época de la espera cibernética. Las invitaciones rechazadas bajo pretextos comunes. O tal vez no eran pretextos. Quién sabe.

Se puso de pie, el reloj marcaba las 11 con 3. Fue a tomar agua y lleno el vaso lento, lo bebió en la cocina a sorbos pequeños, extendiendo la duración del líquido. Abrió el refrigerador y sacó el jamón, la mayonesa, una rodaja de piña y de la alacena extrajo el pan Bimbo.  La lentitud parecía un defecto imposible. Empuñó el sándwich y se dirigió a la pantalla para comprobar que apenas eran las 11 y 10 y no, ella no había dicho hola.

Se molestó y casi al mismo tiempo se reprendió por hacerlo. Mordió con fuerza el pan y un pedazo de piña cayó sobre el teclado, escribiendo en la ventana de conversación el fonema “HU”. Pasó los dedos sobre la mancha de jugo y  sólo consiguió expandirla. Se desesperó y de dos mordidas metió el sándwich a su boca, empujando con los dedos su totalidad. Sin poder hacerlo bien tomó aire, tragó la comida en ello gastó otros minutos, pero nada, ella no iba a escribir.

En la pantalla de Facebook estaba su sonrisa, discreta, eternizada en una foto de perfil. El punto verde junto a su nombre desapareció, pero 20 segundos después volvió a verse. Entonces fue que él notó las letras escritas por la fruta en la ventana donde aún se podían leer las despedidas de la noche anterior: “HU”.

Apretó enter y en un segundo apareció la respuesta en la pantalla:

-¿HU? 

domingo, 5 de agosto de 2012

Estrépitos (relato)


Es como entrar al agua. Las manos penetrando en la superficie, los brazos abriendo una puerta, el líquido cortando el paso del estrépito cotidiano, limitante. El liquido envolviendo.
Cierras los ojos y el aire incrementa la densidad. El cuerpo se vuelve inestable una vez sumergido. Pero respiras. Yo respiro y aspiro el conglomerado de aromas que es tu aroma; hormonas, bosque, fruta, perfume, restos de desodorante, calor, viento, nubes.
Me dejo caer y emerges, estirando los músculos, expandiendo la visión hacia la totalidad del techo, de las copas de los árboles morados que depuran el carbono del foco. Emerges y flotas. Tu cuerpo, tu ropa flota contigo.
Beso tus pantorrillas y acaricio tus espinillas por encima de tus mallones negros, lisos, luminosos. Sonríes arriba del agua mientras tus piernas juegan debajo. Tu cabello se extiende cargándose de la energía del conductor universal y mientras tus pies se vuelven contorsionistas, terminando de liberarse del calzado, salivas y la curva de tus labios se ensancha.
Pataleas en arrítmicos movimientos, braceas y llevas tus extremidades a juntarse. Alcanzas tu cintura, tu cadera y bajas, con los mallones en las manos, enrollándolos y desenrollándote. Mueves el agua, produces ondas. El agua de pronto vibra. Sube la marea, pero el movimiento no es tuyo. Hay ruido. Estrépito. Temo. Emerjo y tú me buscas,  me abrazas y  me arrullas como a un niño.
Afuera del departamento, pasó un camión de carga. Retumbaron las paredes, se estremecieron las ventanas. Los cristales, frágiles como hojas secas. Frágiles como el cuerpo humano. Como el sistema nervioso. Como los huesos.
Temo estar contigo. Me da pánico tu desnudez como me aterra el estrépito de los motores. Pero tu pierna es espada. Tus rodillas son escudo que cubre mi tronco. La tela de tu ropa, la tierra donde se filtra tu sudor, y donde creo mi trinchera. Un lugar sereno donde los latidos de mi corazón se estabilizan. Donde recupero el habla.
El sillón es pastizal. Lo sabes y por ello te deshaces de los cojines sobrantes. Los tres más grandes van a dar al suelo, dos de los pequeños te sirven como el desnivel de tierra y raíces donde descansa tu cuello y aproximas el resto al lugar donde descansaran tus pies después del éxtasis.
Cantas la canción de cuna: Coyotito del monte, cansado de tu penar, bebe agua de este río, termina de llorar…
Concluyes la tonada y respiras. Dejas de abrazarme y levantas mi cabeza. Me muestras tus manos delgadas, pequeñas, recias; te acaricias los pechos por sobre tu ropa y cierras los ojos, por puro instinto, por naturaleza, la misma que te hace apartarme cuanto puedes apartarme en este mueble, para abrir las piernas en toda su extensión, para invitarme, para antojarme.
Cumplido tu propósito, doy pequeños besos en tus muslos y planeo sobre ellos, hasta llegar a tu cavidad poplítea, y la lamo y la muerdo. Te retuerces de risa. Te matan las cosquillas y por eso me jalas nuevamente hacia arriba y empujas tu cuerpo hacia abajo. Me enfrentas con tu sexo. Ese lugar que nunca pretendiste negarme, pero al que tenía miedo de llegar. Su delicioso olor me anula por un momento. No sé cuanto tiempo es uno. Los momentos se agrandan o se reducen de forma totalmente caprichosa.

Aquella mañana, las nubes no competían contra el sol. Si la naturaleza brinda pistas sobre la proximidad de las tragedias, entonces yo no supe verlas. El viento soplaba ligero, esparciendo la humedad. Bajo las ropas se acumulaba el calor y había que desprenderse del mayor número posible de ellas. Las mujeres sacaban los escotes, las minifaldas, los hombres las camisetas.  
En el intento de alejar el bochorno, era muy fácil dejar botas, guantes y casco. Decidí no hacerlo. Cogí la moto y salí al recorrido monótono. A la ruta de siempre. Las ciudades son entidades antropófagas. Las avenidas son ríos de constantes choque de ondas. Basta que un elemento pierda el ritmo de la corriente para desequilibrar la danza de los circulantes.
Hay tantas formas de volar. Y esa mañana el vuelo fue tan largo, aunque sólo haya durado un par de segundos. La fragilidad de las mentes, de las gargantas, de los cristales de los espejos retrovisores de la motocicleta, se conjugaron en un solo crujido cuando el automóvil gris atravesó a toda velocidad, y en semáforo rojo, la perpendicular a la avenida que yo circulaba mientras intentaba alcanzar el otro lado.  
Una descripción más exacta incluiría la forma en que mis dedos intentaron detener la motocicleta, el frente del automóvil intentando girar inútilmente y arrojándome hacia el asfalto.
El sonido más cruel fue el de las llantas de la camioneta roja, quemándose por detenerse, partiendo los huesos…

De cualquier forma, tú sabes la historia. Por eso te flexionas y aprietas mis costillas mientras recorro tus pliegues. Acercas cuanto puedes tu boca a mis oídos y haces audibles tus gemidos. Danzas haciendo figuras imposibles. Tus pies van de mis muslos al lugar donde una vez estuvieron mis piernas. Tus manos bajan por mi espalda y giran hasta el lugar donde yace mi miembro inservible y yo no puedo interpretar ese movimiento.
Te tiras hacia el agua de nuevo. Abajo escucho más fuertes tus gritos, que aumentan de intensidad de la misma forma que aumenta la fuerza de tus piernas en mi cuerpo. Gritas. Gritas. Gritas. Y algo similar a un orgasmo me recorre desde la coronilla hasta los muñones impidiéndome respirar. Y grito.  Nos ahogamos y flotamos como cuerpos inertes que ya no necesitan nadar, porque se han vuelto dioses del agua. 

viernes, 27 de julio de 2012

Naranja con zanahoria


Todos los días, cerca de las 8:00 de la mañana,  Fernando suspendía por unos segundos sus labores en la esquina de la avenida Blas Chumacero para presenciar la carrera de Mercedes con rumbo a la ruta 55. Los tacones golpeando el pavimento anunciaban al vendedor de jugos que la mujer en la que no dejaba de pensar se acercaba a toda carrera intentando abordar el microbús.

La visión que ella regalaba, era la de una fotografía móvil, siempre ataviada de la misma manera: blusa pulcra y blanca, falda azul marino, chaleco del mismo color, cabello recogido, bolso de mano desordenado –a decir del tiempo que pasaba buscando los 6 pesos que permitían el viaje-, sonrisa con prisa, uñas recortadas y lentes de pasta negros. Evidentemente, la puntualidad no era lo suyo. Dos gloriosas ocasiones, a pesar de haber salido temprano de casa, perdió la ruta por detenerse a comprar un jugo de naranja con zanahoria.

Mucho se puede saber de la gente por los jugos que toma. Por ejemplo, el de naranja es el jugo más consumido, el jugo de los convencionales, de los que no se complican. Pero el complemento es importante. Quienes lo piden con huevos crudos son personas que se creen fuertes; bravucones que presumen músculos, conquistas, grandes ventas, estómagos portentosos. Quienes lo mezclan con toronjas suelen ser mujeres desesperadas por conservar la salud y la línea, generalmente han perdido muchas batallas contra la báscula, pero confían en ganar la guerra.  Con guayaba, son madres y padres de familia preocupados por evadir las enfermedades que pudieran atacar a ellos y sus hijos. Con fresa, jóvenes y niños alegres. Los más raros son los que utilizan el betabel, personas misteriosas, sin horarios, calladas,  a veces melancólicas, pero seguras de sí mismas.

Pero Mercedes bebía naranja con zanahoria. ¿Qué lleva a una persona a comer zanahoria? Quién sabe. Pero seguro las propiedades de tan noble hortaliza, justificaban su atractiva piel. El resto de los consumidores de naranja-zanahoria eran personas más bien equilibradas. ¿Sería la señorita del uniforme azul alguien así?

Es curioso notar los delgados hilos en que se sujetan las ilusiones. Durante cuatro años Fernando esperaba todos los días la llegada de ella, esperando que ese día el despertador hubiera logrado arrancarla de la cama antes, que no se terminara el gas, que no se quemara el sándwich, que el gato no rompiera el jarrón, en resumen, que ella llegara temprano al puesto y pidiera un jugo, para que él pudiera cambiarle un jugo con descuento por algunas palabras.

Todo lo anterior poseía un alto grado de dificultad. Primero, porque el despertador rara vez la despertaba la primera vez que sonaba el timbre; segundo, porque cuando sí había gas, ella se encandilaba en la ducha; tercero, ella no tenía gato, pero siempre rompía los jarrones.

 También es curioso notar los frágiles cimientos sobre los que descansan nuestras posibilidades. Si ella cambiara de turno. Si él consiguiera un mejor trabajo. Si ella consiguiera novio. Si él se fracturara las manos.
No todas las veces la vida se corta de tajo. A veces da muchas señales y nosotros tenemos que escucharlas. Cuando en la central de abastos el costal de naranjas comenzó a subir de precio gradualmente, Fernando supo que estaba en un problema.

Progresivamente, el litro de jugo subió, primero a 16 pesos, luego a 18 y en menos de lo que los clientes pudieran esperar, a 20 pesos. La gente suele ser comprensiva, pero cuando se trata del bolsillo, la comprensión sólo puede transformarse en sacrificio y entonces es mejor cortar por lo sano.

Para empeorar la situación, el precio de la leche se estabilizó, y los jugos artificiales que se promocionan “con pulpa de frutas” bajaron argumentando el apoyo a la economía.

La venta de jugo de naranja se volvió poco viable en un mercado tan competido como es el de La Margarita, colonia donde Fernando ofertaba. De  nada sirvió esmerarse en mantener la calidad, la limpieza y la frescura del producto. Quizá si hubiera aplicado medidas de promoción, si hubiera aceptado reducir la calidad de la materia prima y con ello el gasto de inversión, si hubiera… Pero no, él no sabía nada de marketing  y no tenía por qué saber. Sólo era un sujeto de treinta que con muy duras penas logró terminar la preparatoria. Poco a poco el costal diario se redujo hasta medio costal hasta que llegó el momento de abandonar.

Conforme avanzó la crisis, no dejó de pensar en ella. Digamos que la inflación en el precio de las frutas afectó también sus sentimientos, que crecían exponencialmente. Con una rapidez inusitada se supo desesperado por hablarle.

¿Con qué derecho le iba a hablar él, simple vendedor en bancarrota, a ella, recién graduada de la universidad, con un futuro prometedor y una carrera en asenso? Afortunadamente a los vendedores  de jugos les importa un bledo eso. Bueno, quizá no a todos, pero a él sí.

Sabedor del inminente fin de la era de los jugos, Fernando dedico los últimos días a planear una estrategia que lo acercara a ella.

Naturalmente, la mayoría de las opciones que venían a su cabeza eran demasiado inocentes y rallaban en lo imposible. Como la noche que decidió ahorrar y rentar una limusina para acompañarla al trabajo. Siempre terminaba riendo, y preguntándose como diablos hacía para tener ideas tan absurdas.

El miércoles de la última semana del puesto, Mercedes le brindó una oportunidad única. Eran alrededor de las 7 y media, hora record, cuando ella apareció caminando tan campante por la avenida, con un bolso nuevo, y el rostro ligeramente maquillado. Se acercó y pidió un litro de naranja con guayaba, y medio litro con zanahoria.

Encantado, Fernando tardó más de lo normal en servir los jugos, mientras introducía a la conversación frases delatadoras. Hoy está más bonita de lo normal. Ese chaleco le sienta muy bien. Todo se alegra por aquí cuando pasa. Finalmente, mientras tapaba y colocaba el popote en el vaso más chico, soltó la confesión: “Señorita, usted me encanta. Salga conmigo este fin de semana, la invito a bailar”. Ella se quedó fría. Trastabilló, mientras cerca de allí corrían algunos niños rumbo al colegio y, mientras un claxon sonaba recogió los jugos. “Perdón se me hace muy tarde”, dijo y se alejó corriendo, sin pagar, para subirse en un Tsuru gris que la esperaba en la esquina.

Fernando maldijo el día, a la Nissan y a su suerte.

Parece que funcionó, porque dos cuadras adelante, el automóvil dejó de avanzar. Con gran bochorno, después de algunos minutos, Mercedes bajó del auto y se apresuró a tomar la micro, mientras su papá esperaba al mecánico.

El jueves, la rutina de los años se repitió al dedillo. No apareció ningún auto, ella no se detuvo a responderle. Nada cambió, más que el humor del juguero.

El viernes Fernando se dedicó a despedirse de los clientes. Quiero decir, de los que aun asistían con fidelidad a consumir productos naturales. Fue una despedida dolorosa, pero sólo para él.  Besaba la mejilla de Doña Rosa, cuando se escuchó el taconeo. La señora le expresaba sus mejores deseos cuando Mercedes pasó corriendo junto al puesto y abordó la 55.

Después, el día pasó, sin chiste. Sin jugo.

El exprimidor fue llevado para siempre a casa y para el sábado, mientras exprimía tunas en el desayuno e imaginaba nuevos proyectos de empresa, se lo ocurrió la idea.

Al lunes siguiente, cuando Mercedes, con sus escandalosos tacones subió al transporte público, se encontró con un trío de cantantes callejeros, acompañados de un exjuguero desentonado, que cantaban “si tu me quieres dame una sonrisa”.

No hace falta describir la pena que ella sentía. Tampoco la risa animada de los pasajeros. Basta saber que no hay quien se resista a una serenata, aunque sea diurna y microbusera. Ella aceptó salir con él. A caminar, porque él estaba desempleado. No contaré yo si esa cita fue buena o mala. Baste con decir que ella llegó tarde y que él la esperaba con una botella de un litro, llena de jugo de naranja con zanahoria y maracuyá (que en otros lados llaman fruta de la pasión).     

jueves, 12 de julio de 2012

Fantasmas


En la sombra, bajo la cama, juego al gato
con los fantasmas que no quisieron dormirse
Solidarios me acompañan en el no ritual
de evadir todo sueño
y no ver pesadillas
bajo los dos parpados

Hace tiempo que pasaste del centro del subconsciente
para habitar la materia que rellena la almohada
quiero decir, las dos almohadas y el tirol del techo
que me mira y mira
que te has vuelto dueña
del total de insomnios

Pinto sobre el polvo un mapa más o menos exacto
y el movimiento de cuatro fantasmas lo acompleta:
En ese camino, pintado de gris, hay dragones
recitando versos
hechos con palabras
palabras que dices

Juntos planeamos invadir Troya
recorrer ese laberinto gris
más allá del vivir de dragones
y dormir con tú
versando versos
sin decir nada

miércoles, 27 de junio de 2012

Puñado de tierra (relato)



Subió el volumen de la música en el estéreo de marca china -o japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de ensayo, se arregló el cuello de la camisa escolar, hizo un segundo nudo a cada una de las agujetas, se secó la gota de sudor que bajaba por su frente, apretó un agujero más el cinturón de imitación de piel  y se dirigió a la habitación del fondo, separada del resto de la casa por  una cortina de azul desteñido,  que hizo a un lado hasta quedar frente a la vieja cama donde fingía dormir el señor Pedro.

El señor Pedro, tío Pedro, o simplemente el señor, era  la roca de la casa. A cargo de los ingresos económicos desde la muerte de su hermano, había pasado a ser una figura dictatorial dentro de aquel hogar, siempre ostentando –sin lograr- ser un padre para los tres hijos que le sobrevivieron a aquel. Las pretensiones con Martita, madre de los niños, fueron llevadas a cabo de manera fácil, ante su debilidad emocional y los apuros económicos que cayeron sobre la familia como un alud. No se había cumplido un año de la tragedia que  dejo en la orfandad paterna a los niños, cuando Pedro se mudó a su casa.

La llegada del tío, recibida en un primer momento con recelo, pronto fue tomada como una bendición por los vecinos y los propios integrantes de la casa.  Julio y Manuel, los hijos más pequeños se encariñaron pronto con él. No pasó lo mismo con Fede. El mayor de los hermanos detestaba la idea de que alguien supliera a su padre, de que alguien diera caricias a  su madre. El rechazo fue casi total y claro, pese a los escasos 6 años del niño.

Los primeros meses el asunto fue llevable con buenas dosis de tolerancia. Pedro sonreía mecánicamente ante los berrinches de Fede y la decisión de Marta de permitirlos. “Entiendelo”, era el salvoconducto del niño. 

Una mañana del decimo mes a partir de la mudanza, las cosas estallaron. Fede y Pedro se encontraron en el comedor. El primero se alistaba para sus clases en la primaria del barrió y el segundo revisaba papeles del trabajo, escribía sumas en un cuaderno añejo y cuchareaba los frijoles. Sobre la mesa un paquete de fondo blanco mostraba a un gallo sonriendo. Fede inclinó la caja sobre su plato  y a continuación tomo el cartón de leche en un acto descuidado; el líquido blanco rebotó sobre la mesa, dejando algunas gotas sobre los Corn Flakes y el resto sobre la madera y los papeles de Pedro, quien se incorporó gritando maldiciones y asestando una bofetada al asustado Fede. 

La escena quedó grabada en los recuerdos de ambos. Los gritos, también en los de Julio y Manuel. El encanto que había conseguido Pedro en esos meses, se diluyó en forma de un respeto basado en el miedo para los más chicos. Sólo Marta ignoró el percance, o al menos quiso hacerlo.  Ese día Fede ingresó a una precoz adolescencia  y también a una guerra donde tenía todo que perder y muy poco que ganar.

El asfalto se fue desmoronando bajo sus pies y los muros de su casa se hicieron más grandes. En cuestión de semanas dejo de ser –con excepciones- Fede y empezó a ser Federico, un nombre que a pesar de pertenecerle no reconocía.
   
El margen de error, junto al grosor de los pasillos, se fue haciendo menor.  Cualquier equivocación merecía un grito; cualquier error académico, un golpe. Así era mejor, decía Marta, mejor que le duela, pero que aprenda y sea hombre de provecho, como su padre. Ella se fue acostumbrando, pronto los gritos se combinaron con los golpes. Eso hacía las cosas más fáciles.

Nadie se dio cuenta cuando las palabras de Fede se tornaron estrechas. La voz bajita ocultó el progreso de la disfemia. Mejor quedarse callado. Y se quedaba, por minutos, por horas. Fueron años de perfil bajo. De sentarse en un rincón en el aula y sólo gritar cuando la selección o él o sus hermanos anotaban un gol.

Cuando llegó a la secundaria los golpes cesaron. Era demasiado tarde. Entre las fraternidades de la Técnica 57, los hombres jugaban a demostrar su hombría de las formas bien sabidas. Él, que no era ni bueno para derribar jóvenes, ni hábil con las palabras para las chicas, encontró refugio en el grupo de Miguel y Fernando. “¡Son puñales!” Gritaba Pedro y remarcaba: “Sólo porque eres puto no te pego”. Fede quería entonces ser homosexual y restregárselo a su padrastro, pero sabía que aunque lo fuera no podría hacerlo y, además, era tan heterosexual como imaginaba que se podría ser. Soñaba despierto y sufría de insomnios por Elena. Los sufrió hasta que terminaron la secundaria y la ilusión se desvaneció.

Por esa época también, Julio, el segundo de los hermanos, dejó de ser el niño dócil que conocían y el enojo de Pedro se trasladó a él, ante la desesperación de Fede. Pero eso no duraría mucho tiempo.

“Fue el susto que me dio el cabrón de tu hermano cuando estuvo en el hospital” argumentó Pedro a Marta, culpándola por pertenecer a aquella estirpe, en cuanto se dieron los resultados del examen médico: diabetes.  El hombre se deshizo y su cuerpo se consumió rápidamente. Antes de un año del diagnóstico, Pedro cayó en cama y Marta se volvió enfermera de tiempo completo. La escuela termino para Fede, quién debió salir a conseguir dinero y los labores de casa se volvieron responsabilidad de Julio y Manuel.

El deterioro presentaba grandes oportunidades de desquite. Por eso Marta convirtió la habitación de Pedro en un altar inaccesible para los hermanos.

Pero el día que Fede perdió el empleo la oportunidad llegó. Su madre salió a surtir las medicinas. Los hermanos estaban en la escuela. Abrió la puerta principal y notó el silencio.  Encendió la radio y se sentó en el sillón, sin saber que hacer.  Finalmente subió el volumen de la música en el estéreo de marca china -o japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de ensayo y se dirigió al cuarto de Pedro, el señor Pedro, el señor.

“Pe pe pedr o”. Dijo y maldijo el impronunciable nombre de ese señor. Se quedó callado. Jodidas frases, que huían cuando necesitaba pronunciarlas. Pero allí estaba el padrastro, el golpeador, el que ahora negaba la oportunidad de vivir la vida a su hermano. “Pe pedro”, dijo y el hombre abrió un ojo mientras arqueaba la boca mostrando una sonrisa burlona. A partir de allí Fede quedó sin palabras. Desesperado y apunto de soltarse a llorar, vio la maceta de la esquina, se dirigió a ella, tomó un puñado de tierra y se lo arrojó a la cara, logrando introducirla en los ojos y nariz del convaleciente.

Se sintió satisfecho. Dio media vuelta y volvió a limpiarse un par de gotas de sudor que insistían en bajar de su frente.  Al momento se oyó un disparo y un objeto metálico salió de su abdomen, dejando tras de sí sangre que se derramaba en su ropa. Dio algunos pasos más y cayó al suelo, impresionado hasta la inconciencia. 


Fotografía: Harold Edgerton, Leche Derramada