martes, 29 de mayo de 2012

Dos versiones del DF


Todo mexicano posee una versión del Distrito Federal. Cada una de ellas reclama su legitimidad como el chisme que se cuenta en la mesa de una familia que además cuenta con invitados.

Mi primera versión del DF la obtuve de parte de mi papá, hombre con talento de narrador. De entre los cientos de relatos que repitió una y otra vez, recordaba de forma especial uno de sus viajes a Tepito.
Quizá por la costumbre familiar de convertir las desgracias en chistes o tal vez por lo absurdo de lo ocurrido o por la presencia de alguno de sus más queridos amigos, su rostro mostraba un humor especial al emprender el recuerdo resumido siempre de forma breve.

Paco tenía ganas de ir al DF, atraído por los precios de casi cualquier cosa que en el Valle de México son mejores que en cualquier lugar del país. Convenció al pareja de llevarlo, con destino Tepito, centro de la delincuencia más sinvergüenza y ya mencioné dos mitos en un párrafo.

Pese a las advertencias del pareja se fueron a comprar discos de vinil y algunas chácharas en el tianguis del barrio bajo. “No pongas cara de paisano”, advirtió el que tenía más experiencia. Yo no sé si el Paco puso cara de paisano o no. Tampoco sé si la condición de foráneo se marca en la cara o el cuerpo o si todo fue una coincidencia. El caso es que, a punto de regresar a Puebla, antes de llegar al metro, unos hombres les cerraron el paso y se llevaron todo lo comprado. Al Paco le dio miedo entonces, y papá casi suelta la carcajada cada vez que lo recuerda.

Ese Distrito, el salvaje de la delincuencia como forma de vida, duró el grueso de mi niñez.

Visité por primera vez el DF cuando el Instituto Federal Electoral acreditaba ya mi mayoría de edad. Me perdí de las experiencias previas; no viaje a Six Flags con mis compañeros de la secundaria ni visité el zoológico de Chapultepec. Me llevaron directo a una cueva de ladrones menos finos: la Cámara de Diputados. Pero ello no es relevante.

Al siguiente día visité por segunda vez la ciudad del smog que de inmediato se respira, según cuentan otros de sus detractores. Viajé acompañado por mi papá y lanzó no sé cuantas veces la advertencia: “Nomás no pongas cara de paisano.” No sé si en algún momento la puse, pero regresamos a salvo a mi primera ciudad y unos meses después arribé con mis maletas a la TAPO para quedarme al menos un par de pares de años.

La verdad es que nunca antes visité la ciudad del tráfico eterno por la sencilla razón de que a mis papás -quiero decir a mi mamá- les infundía miedo. Luego entonces, de vez en cuando, uno baja del metro sin fijarse si lleva o no cara de paisano y de pronto surge ese malestar de la primera versión del DF y camina rápido, por si acaso.

De cualquier forma, ya sea por instinto de supervivencia o la saturación sensorial de la ciudad más escandalosa del país, uno siempre esta “hacha”, por lo que se ofrezca. Pero llamémosle curiosidad de principiante.

Aquella tarde con aproximadamente un año en la ciudad donde el tiempo pasa más rápido, bajé de metro Salto del agua para comprar algunos artículos en el Eje central, uno de los lugares sombríos de las narraciones policiales de la infancia. Regresé a la misma estación para abordar el transporte, pero antes me senté a comer una torta en una caseta ubicada a unos metros de la entrada. Las tortas del DF, dicho sea de paso, son las tortas más grandes del mundo. En otro país quizá serían una ofensa.

Me senté a esperar mi pedido mientras veía discretamente a una chica que barría la banqueta. No muchos minutos después me percaté de que no era el único observador. Con el rabillo del ojo divise a un hombre sentado a un metro de mí, comiéndose no sé si una Tatiana, una NIurka o de plano una cubana (que no es lo mismo, pero es igual).

Quizá alguien comparta conmigo algún recuerdo de su vida prechilanga, en el que los asaltantes hablan arrastrando la última vocal de las palabras, portan tatuajes, ropa de tribus callejeras en tonos grises, músculos de gimnasio casero, y sobre todo una gran cicatriz en la cara. Pues bien, el hombre a mi lado cumplía todas las señas anteriores.

Uno piensa que evitando el contacto visual se librara de todo mal. Amén. Pero en el lugar con menos espacio vital del país eso no ocurre. Si no volteas tú volteará él. Y volteó. Me vio atento, con curiosidad, como descubriendo que soy paisano o provinciano o de otro mundo o peor: que soy poblano de cepa. El caso es que en su fuero interno, mientras yo temía por mi seguridad, debió llegar a una sincera conclusión, o bien, pertenecía a un lugar raro donde los hombres comen tortas sin refresco o estaba jodido. La verdad es que algo hay de las dos opciones, así que sin averiguación previa ordeno al tortero: dame otra coca -y giro el rostro para preguntarme- ¿y tú que refresco quieres? Bebí Coca-Cola.

Seguramente no hay un lugar en el país donde se establezcan y rompan más estereotipos. El matón de mi primera versión de Ciudad, resultó ser un buen samaritano -eso o quería matarme lento con proporciones insospechadas de azucares-.

Mis prejuicios rebotaron contra mí, de nuevo, al abordar el metro. Traté de hacer lugar en la congestionada línea rosa para que un anciano de facha venerable se sintiera más cómodo. Desde mi distracción pude ver algunos de sus movimientos torpes. Insertaba la mano en la bolsa de una señora y extraía su cartera.
En cuanto el tren se detuvo, el anciano salió del vagón y la víctima del robo salió conmigo detrás del sujeto. Ella no quiso llamar a la policía, así que enfrentó al bribón de como 70 años. El viejo respondió muy ofendido aventándole la cartera, y exclamandó con la mayor indignación posible: “No traías ni un peso pinche vieja.” Después todos nos fuimos.

He sufrido tres asaltos en estos tres años. Dos han sido en el Estado de México y uno en la ciudad de Puebla. En el Distrito llevo saldo limpio. Me asumo chilango y tengo mi propia versión de esta ciudad. Cada quien, aunque no viva aquí, tiene la suya. Con la escalada nacional de la delincuencia y sus horrores, muchos creen que en este lugar estamos más seguros. Con todo, hay personas que sostienen que es el peor para vivir

Que está llena de delincuencia, que toda la gente aquí es convenenciera, deshonesta, aprovechada, dijo el papá de Karina. Yo no sé a quienes conoció. Quizá a aquel viejo. Quién sabe.

Yo no sé muchas cosas. Si será el Anáhuac el terrible mostro donde vivir, hablar, circular, respirar, o sentirse seguro es imposible. Pero sé que mi segunda versión, muy corregida y muy aumentada, incluye a gente preciosa que vive en la ciudad más hermosa de México.

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