martes, 12 de junio de 2012

Amanda (relato)


El siete ha marcado mi vida. Pareciera que es el encargado de conducir mi destino. Y lo ha llevado en una dirección desastrosa.

Nací un siete de febrero, frío y lluvioso como no se registraba desde hace mucho. A la edad de siete años casi muero asfixiado por una canica, exactamente una semana después de que mi padre nos abandonara a mi madre y a mí. Y si realizara un análisis exhaustivo de mi vida encontraría muchos hechos más relacionados de manera negativa con este número. Pero yo no creía en eso, lo tomaba más bien como simples coincidencias.

Hasta que conocí a Amanda.

Fue mientras regresaba de la Facultad. Ya era tarde y yo tenía que caminar por las inseguras calles de mi colonia. Las aceras se iluminaban con las escasas lámparas públicas que eran útiles. Miraba de un lado a otro, asegurándome de que nadie me seguía; ya me habían asaltado en circunstancias similares.

Y fue entonces cuando la vi del otro lado de la acera. Era imposible no hacerlo: ojos grandes, de un intenso color café, ligeramente rasgados, adornados por unas pestañas largas y rizadas, tal vez esto último por efecto del rímel. Su nariz pequeña y afilada; su boca diminuta y linda. Era dueña de una sonrisa encantadora y una mirada dulcísima. Su cabello, que descansaba en su espalda baja era de un negro semejante al que imperaba aquella noche. Su piel blanca estaba perfumada por un aroma dulce, parecido al de un campo lleno de rosas; contrastaba con el humo del cigarro que llevaba en la mano derecha, el cual fumaba con la misma sensualidad y erotismo con que lo haría Greta Garbo. Poseía además unas piernas largas y bien torneadas que recuerdan a dos columnas de mármol; su cintura y cadera se encontraban en perfecta comunión. Senos pequeños, a simple vista firmes y brazos delgados terminaban de construir su esbelta anatomía.

Era un sueño, en esa esquina fría, recargada sobre la pared de la fachada color amarillo canario, adornada de forma espantosa por franjas diagonales de tonalidad anaranjada, al amparo del toldo que en algún momento de su existencia fue color blanco y que ostentaba de un modo deplorable el nombre de la estética Sagitario. Iluminada por los faros de los escasos autos que pasaban, a veces por el foco de 100 watts que los dueños del lugar dejaban encendido.

Para ser francos nunca entendí por qué había elegido un lugar como ese. Es cierto que es una avenida, pero una vez más apelando a la honestidad, no es la más transitada, ni siquiera es una zona económicamente decente. Pero eso no tenía importancia, ni entonces ni ahora. Después de ese encuentro, las noches que siguieron fueron parecidas: ella sola, tan bella, tan irreal y ajena al entorno, tan intocable.

Esto último sonará a sarcasmo, su profesión la ponía al alcance de cualquiera que pudiera o quisiera pagar una cantidad burda por ella, pero para mí resultaba inalcanzable, no en el entendido de que mi situación económica era precaria en ese momento, sino porque nunca pensé en esa posibilidad.

Supe su nombre porque me lo dijo una noche. Llegaba de la Facultad y al pasar a su lado como siempre, la miré; se encontraba en cuclillas junto a la cortina de metal de la estética, seguramente descansando. Llevaba un vestido entallado verde olivo, zapatillas de tacón negras y para cubrirse del frío una delgada chamarra de mezclilla. A diferencia de otras noches, esa vez no fumaba.

Por alguna extraña razón, en vez de caminar por la acera de siempre, pasé junto a ella. Sentí un deseo casi desesperado por voltear, por mirarla a la cara, pero me contuve. Quedó a mis espaldas y yo seguí mi camino. Hasta que escuché su voz, fuerte, un poco quebrada debido al hábito de fumar.

-Oye, ¿de casualidad no tendrás un encendedor o cerillos que me prestes?

Sin decir una palabra me detuve, llevé mi mano a la bolsa delantera izquierda del pantalón y saqué de ella un encendedor. No fumo; incluso me desagrada que las personas lo hagan cerca de mí, pero siempre porto un encendedor o unos cerillos. Creo que es una tendencia piromaníaca.

Di la vuelta y acerqué el encendedor al cigarro que ella sostenía entre sus labios. Inhaló y después de algunos segundos, expulsó el humo de su boca. Figuras blancuzcas se formaron en el aire, contrastando con la penumbra.

-Muchas gracias, es que el frío está cada vez más fuerte

Me limité a lanzar una mirada furtiva y a esbozar una mueca que era el intento lastimoso de una sonrisa. Después de eso guardé el encendedor y me disponía a seguir mi camino cuando volvió a hablar:

-Yo me llamo Amanda. Y tú, ¿cuál es tu nombre?

-Carlos.

Mientras preguntaba esbozó la primera de muchas sonrisas dedicadas a mí, esas sonrisas que tanto me fascinaban.

A partir de esa noche, nunca más volví a verla desde la acera de enfrente porque pasaba a su lado, nos mirábamos, intercambiábamos palabras, sonrisas. Y una amistad nació. Fueron los meses más felices de mi vida.
Hasta que llegó aquel sábado de julio que siempre recordaré entre otras cosas, por el diluvio que caía. No paró de llover en toda la tarde y yo me preguntaba seriamente si Amanda estaría en el lugar de siempre a pesar del clima. Decidí no entrar en especulaciones y estar puntualmente donde siempre, por si las dudas.

11:30 p.m. era la hora en la que llegaba donde se encontraba ella, era nuestra hora, lugar y momento. Pero aquel día el destino jugó en mi contra. El reloj de pared marcaba las 11:25 p.m. Tomé de la cama de mi cuarto la chamarra negra y salí de casa.

Llegué al lugar de siempre para ver la sonrisa de Amanda al amparo del toldo de la estética, con su cigarro en la mano recargada en la pared, esperando por mí. Pero lo que encontré fue algo completamente distinto. En el suelo se encontraba ella, empapada por la lluvia que no paraba de caer y que enjuagaba la sangre que brotaba de su costado derecho, el cual apretaba con las pocas fuerzas que le quedaban para tratar de detener la hemorragia. Me apresuré a sujetarla, a colocar su cabeza sobre mi regazo mientras le pedía que resistiera, que no me dejara. Traté de mantenerla conmigo, pero sólo se limitó a mirarme y sonreírme. Su última sonrisa fue para mí.

Lo que pasó después es confuso. Las imágenes del sepelio aún acuden a mi mente cuando cierro los ojos. Fueron días extraños, de esos que te dejan la sensación de pesadez en los pasos. Entre tanto caos, sólo días después me percaté de que el reloj de pared estaba retrasado, exactamente siete minutos. Cuando salí de casa no eran las 11:25 p.m., eran las 11:32 p.m.


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Patricia Guerrero

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