La florecilla violeta se aferró al racimo con todas sus fuerzas. Su cuerpecito temblaba. El resto de las flores que habían crecido con ella caían de a poco, sin atreverse a resistir. Pero ella no quería, así que contuvo la respiración y trató de ocultarse del viento. Era inútil. Sus compañeras se entregaban a la gravedad y la dejaban sin resguardo.
Pronto se le acabaron las fuerzas, después de todo, qué podía una simple florecilla contra las leyes de la naturaleza. Cerró los ojos y cedió al desguance. Sintió vértigo. Un sonido apenas perceptible anunció la inminencia del final. Quiso llorar.
Una lagrimita de savia violeta resbaló por ella y se precipito sobre el césped, unos 6 metros abajo. Se consoló pensando que tal vez, si alcanzaba a recuperar las fuerzas y medía con exactitud los movimientos del aire, podría caer en el cuerpo de aquella mujer que cantaba al pie del tronco. La idea era de difícil ejecución, pero con suerte tendría los segundos necesarios para acomodar su cuerpo. Fue por eso que abrió los ojos y cuando lo hizo pudo ver caer con toda violencia a algunas flores de otros racimos.
Se asustó. Miró desesperadamente a su alrededor y entonces se dio cuenta de que no eran ellas quienes caían con violencia, ¡era ella la que caía de forma inusitadamente lenta! ¿Qué estaba pasando?
Sin encontrar explicación, se alegró tanto que dio una pirueta y extendiéndose pretendió que el viento decidiera su rumbo. A esa velocidad, podría terminar de escuchar la canción de aquella chica y eso la hacia completamente feliz.
Pero no era el aire lo que movía a la pequeña. Un extraño impulso de las notas que salían de la boca y otro del baile de los dedos de la chica al pie de la jacaranda, le impedían la caída libre y la llevaban de un lado a otro.
A veces dibujando círculos, otras en movimientos informes, se fue encontrando con la plenitud del árbol. Sus insectos, las miles de hojas y millones de hojuelas. Conoció y se maravillo de ver el tronco que se alzaba majestuoso. Pasó de frente a una ardilla que se sorprendió al verla flotar, sin entender la magia que detenía la gravedad.
Se fue acercando al cuerpo de la joven y al cuerpo del hombre que descansaba recostado en sus piernas. Cuando casi pudo tocar algunos de sus cabellos, dispersos, se dio cuenta de todo. La música terminaba. Suspiro profundamente y deseó nuevamente caer en el cuerpo de la cantante.
Y la melodía dio fin. Y la florecita, que había rozado los cabellos, cayó sobre el césped, a un par de cuartas de la mano que tanto quería. Sobre el verde la vida se le terminó, tal como dicta la naturaleza, pero antes de que acabara por completo, esa mujer la cogió, la puso cerca de mi nariz y me dio un beso muy lento y muy grande.
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