Pasas
una vez más del calor al frío. No es algo nuevo, como no es nuevo el estrépito
que te abruma y te impulsa a acercarte a la baranda del puente peatonal. Te
asomas al pequeño precipicio, te mareas, pero no puedes dar un paso atrás. Te
sientes aplastado por la velocidad inerte de los automotores, por la migraña,
por los 2 mil 200 metros de altura sobre el nivel del mar. Te dirán que son
ríos. De gente, de autos, de asfalto. “Secos”, piensas, tal vez. La luz amarilla
se transforma en roja, y abre heridas como de cuchillo en lo que ven los ojos. Flotan
por segundos y se desvanecen. A la
derecha de la avenida un hombre camina cansado, arrastra los pies y levanta
polvo. Arena. Se hunde en la espesura del cemento sucio, pero sigue caminando.
Tú pasas del frío al calor.
Adentro
de los vagones del metro otra soledad espera. Las personas van y vienen. Cambian.
Te recargas en la puerta y ves pasar la ciudad estoica: sobrevivió un día más.
Como un vapor se levanta el cansancio de la tierra enorme, parecen abrirse surcos
donde más caminó la gente. El viento es fuerte y las últimas personas corren.
Las tiendas cerradas ceden espacio a la nada y a los puestos ambulantes vigías.
Las últimas personas corren.
El
aire tibio dentro de los vagones, los últimos que viajan hoy, te produce
nostalgia. Extrañas. Extrañas la risa. La piel y la risa. El abrazo y la risa.
El descanso y la risa. El camino y la risa. Y el metro avanza siempre hacia
adelante y detrás quedan reflejos, hojas, flores. Te hundes en un silencio del
silencio. La ciudad son dunas llenas de recuerdo y arena. Y arena. Todo es
arena.
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