jueves, 10 de mayo de 2012

Relato breve para leer (en) el metro


Se abrió el vagón y de inmediato una veintena de personas entramos donde parecía que cabían tres. La intimidad se rompe en horas pico y la temperatura sube sin que le importen los ventiladores. Cuando cerraron las puertas y las personas se condensaron quedé aplastado entre la gente y el metal del pasamanos.

Desde el sitio que me eligió el azar pude ver, cercana a la puerta siguiente, a una chica de aspecto triste. Era más bien delgada. El rímel lucía ligeramente corrido y su nariz, levemente roja, hacía juego con el cabello rizado de carmín intenso. En sus ojos, un par de lágrimas esperaban ser derramadas.

Imaginé la escena: un novio patán mentándole la madre y levantando la mano en señal amenazante. Ella terminando para siempre con la relación,  mientras él se aferraba a lo que ya no podía existir. Finalmente ella huía y se metía en el congestionado vagón.

Por supuesto necesitaba consuelo y yo tenía de sobra. La consolaría, tomaríamos un café -sólo cargaba dinero para uno-, ella se sentiría mejor, me agradecería y quedaríamos de vernos nuevamente. Saldríamos muchas veces más, hasta que ella me presentara a su mamá y a su hermanito; ellos me aprobarían, y les daría gusto lo niñero que es mi carácter. Ella se avergonzaría de haber un día salido con el patán y estaría orgullosa de mí, como yo de ella. Así que decidí ir hasta donde estaba parada.

A empujones titánicos me fui moviendo de mi lugar. Para ello tuve que pisar a un niño, cuyo padre me vio con ojos que bien pudieron decir leperadas; apretar el cuerpo contra el de un gigante cuya masa muscular forjada en gimnasios aún conservaba el sudor del entrenamiento vespertino; y finalmente contener la respiración para no empujar a una frágil anciana de unos 90 que me guiñaba el ojo.

Cuando estaba a punto de llegar a la mujer de ojos tristes, el metro se detuvo con una sacudida que sorprendió a muchos y que de no ser por la presión de los cuerpos, hubiera dejado en el suelo a más de uno. Ella, que no alcanzaba a sujetarse bien del tubo pasamanos sintió caerse y extendió la mano, misma que pude sujetar con la mía. Unos segundos después, el tren reanudó su marcha. Yo sonreí a la chica y ella correspondió haciendo una luna creciente con sus labios; inmediatamente después se puso a gritar como loca: “!pervertido, suéltame¡”, “ayuda”.

Sentí el borde de una bolsa de imitación de piel golpear mi ojo y una palma atinó una cachetada. El fortachón me tomó del cuello y me cargó hacia el otro lado, haciéndome manita de puerco; la viejita aprovecho y me dio una nalgada con todo y pellizco.

El metro llegó a la estación y bajaron muchos. Ella también. Yo quedé recargado en el cristal de la puerta viéndola alejarse. Pero antes de irse, volteó hacia donde estaba yo y sonrió de nuevo, llevándose la mano a la boca y mandando un beso que delataba, en su muñeca, el reloj rojo que hasta hace unos minutos estaba en la mía. Y el tren avanzó.

2 comentarios:

Mina Jané dijo...

jajajajaja gracias, me alegraste la noche. Una abrazote. Me ha gustado mucho =D

Anónimo dijo...

jajajaja, me hizo reir, un miy buen relato! y en efecto tienes razón las apariencias engañan, una cara dulce no siempre es de fiar!