Ramón González se despidió del último de sus ayudantes en la
dulcería. Era viernes de quincena. El muchacho se persignó y guardó los
billetes en el bolsillo derecho del pantalón azul que usaba como parte del
uniforme. Cuando dio vuelta en la esquina aún llevaba la amplia sonrisa de los
días de paga.
Ramón González conocía bien a sus tres empleados. Matías -el
último en irse-, pasaría por un ramo de
rosas para Melisa, en el puesto de Doña Rosa. Julián haría lo mismo, pero las
rosas serían para su mamá -la de Julián-. Mónica, en cambio, guardaría el
dinero.
Ramón González volvió a contar el dinero. Separó la cantidad
necesaria para la renta. Guardó en un compartimento secreto del pantalón lo
necesario para el gasto de la semana -Julia, su mujer, le cosía bolsas ocultas
en la ropa, después de ser asaltado unas cinco veces-. Hizo cálculos mentales,
separó unos 100 pesos y sonrió con unas
ganas similares a las de Matías. Se apresuró a cerrar el local.
El metro en días de lluvia es una mezcla de resignación y fe.
Ramón González, con la ropa mojada, hizo
fila para abordar un vagón que al abrir las puertas demostró estar repleto. Lo
dejó pasar. Lo mismo pasó con el segundo y luego con el tercero. Pero tenía que
llegar a casa. El sonido característico del coloso naranja en los túneles lo
alertó. Cuando se abrieron las puertas del tren cerró los ojos y logró hacerse
espacio entre empujones. Un timbre agudo anunció que las puertas se cerrarían.
Fabián Rodríguez, también padre de familia, escuchó el
timbre con espanto y corrió rumbo a la puerta del vagón. Calculó espacio y
tiempo. Se supo en desventaja. Dio dos pasos largos, uno corto y brincó hacia
dentro, mientras las puertas se cerraban. Llegó. Llegaría temprano a casa.
Ramón González, distraído por el bochorno de la humedad
caliente, por el vapor de gente mojada en muchedumbre dentro de una caja que
los acercaría a sus casas, sintió un golpe repentino entre la cara, el pecho y
el brazo izquierdo. Era el cuerpo de Fabián Rodríguez, también padre de
familia. El golpe sobre la ropa mojada lo impulsó hacia atrás, donde fue
detenido por la multitud. El balón azul y rojo resbaló de sus manos en sentido
contrario a su cuerpo. Antes de que la puerta cerrase, el diámetro completo del
esférico atravesó el marco y rodó hasta los pies de una mujer que sostenía una
bolsa de mercancía en una mano y a su hija en la otra.
Ramón González se incorporó con el tren en marcha. Miró a
Fabián Rodríguez, también padre de familia, y quiso romperlo a madrazos, pero
no lo hizo. Sintió ganas de llorar. El hombre que entró de un brinco, apenado,
bajó en la siguiente estación, aunque no era la suya.
Cuando Ramón González llegó a casa, fue recibido con un beso
por Julia, de inmediato, un bulto de 9 años se atravesó entre la pareja. En una
de las paredes rebotó una pelota blanca despellejada, con forma más de ovoide
que de esfera.
-¡Papá! ¡Hubieras visto! Jugamos contra los de la otra calle
y metí un golazo. ¡Fue de chilena! Perdimos, pero todos dijeron que fue el
mejor gol. Quedamos de jugar mañana otra vez. Te juego unos penales.
-Espera, me cambió la ropa mojada.
-¡Apúrate!
***
-Ramoncito González se perfila… besa el balón que tanta
suerte le ha dado hoy… mira a los ojos a Ramón González, el mejor portero del
mundo… voltea a ver a la afición… firulais grita de emoción… tirooooo….
¡Goooooooooooooooooool del azul! ¡Cruz Azul! ¡Ramoncito la metió hasta la
esquina, donde el portero nunca iba a llegar…..!
3 comentarios:
Ah, está bueno! :)
Me gustó, pero me hubiera gustado más si en vez de una historia cruz azulina hubiera sido una sobre afición Puma. ¡Vamos UNAM! jajajaja!
Ahhh noooooo! por qué? sentí un poco feito jajajajja, la verdad me gustó mucho. Felicidades!
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