miércoles, 2 de mayo de 2012

17 años y un puente


Se encontraron a las 6 de la tarde, según lo acordado. Se tomaron de la mano y ella no resistió las ganas de lanzarse a su cuello. Lo abrazo con miedo, con admiración. Él le besó la frente. La envolvió con sus brazos. También tenía miedo. Caminaron hacia el cruce de la avenida Fidel Velázquez, dando la espalda a las tiendas de autoservicio, callados, jugando con las falanges y bailando con las muñecas. Se detuvieron en el puesto de postres frente a mi edificio, juntaron algo de su dinero y compraron una orden de plátanos machos fritos con leche condensada, mermelada de fresa y confitería de chocolate. Se sentaron en los escalones y comieron en silencio, hasta que ella lo rompió con una risa discreta. Él volteo a verla y sonrió, para después acurrucar la cabeza sobre su hombro.
Se pusieron de pie y depositaron el plato de unicel en un improvisado bote de basura. Él miro a su alrededor y vio con rencor al policía que vigilaba desde la tienda de crédito amarilla. “Juan”, le dijo ella al tiempo que le daba un codazo. Frente a ellos pasaba una camioneta blindada del Ejército. Por supuesto eso no era algo nuevo. Quienes crecimos aquí sabemos que es sitio de tránsito para los militares rumbo a los cuarteles; no así de la Marina, que poco a poco iba haciendo cotidiana su presencia en los alrededores, pero a Luisa, con sus 17 años, todos le daban miedo. Como un acto instintivo, cerró el segundo botón en orden descendente de su blusa blanca escolar.
Entonces corrieron rumbo al puente azul, el que durante mi infancia siempre fue amarillo, y subieron brincando de dos en dos los escalones. Ella tomó la delantera y se detuvo en el centro. Imaginó que los custodiaba la luz de la luna, aunque en realidad se tratara de los anuncios espectaculares que se colocaron 6 años antes, cuando el precandidato a la presidencia que ahora sonreía en ellos, era apenas candidato a la gubernatura de Puebla. Juan le tomó la cintura y ella lo permitió y colocó su peso en la punta de sus pies para alcanzar su boca. Luisa ingresó sus dedos entre el cabello de él, y comenzó a morder en un puro acto transgresor, después, buscó con su lengua las palabras que no habían dicho. Abajo el policía de la tienda departamental hablaba por radio; ellos ya lo sabían. Sabían también que se acercaban por lo menos dos policías más.
Ella apretó su cuerpo contra el de él. Lo llevo al barandal y Juan tuvo que hacer un esfuerzo para librar el vértigo. Con cada movimiento de sus labios su cuerpo se acercaba con mayor intensidad. Sus senos ya no se separaban del pecho de él, ropa de por medio. Con su mano, condujo la de él bajo su cadera, rozando el cierre de su falda, en donde solo un centímetro lo separaría de un delito mayor.  Él la subió por debajo de la blusa desfajada y acaricio la curva de su espalda baja. Ella sintió la dureza debajo del pantalón y el aire le fue insuficiente. Entonces, temblando por la excitación escucharon el par de botas aún lejanas. Conocían bien los cargos.
Respiraron una vez profundamente y salieron corriendo, casi topándose con los policías en el primer escalón del puente. Doblaron a la izquierda y en diagonal fueron internándose por  los laberintos de La Margarita, pero antes, un golpe seco reventó la carne de Juan  a la altura del omoplato derecho; el policía le había arrojado el tolete, pero no pudo detener su carrera.  Corriendo juntos, encontraron un zaguán abierto y entraron a uno de los cientos de edificios blancos. Tratando de guardar silencio llegaron a la azotea y ella notó la mancha de sangre en la playera negra de Juan, con un estampado del rostro de Camila Vallejo.
Luisa reviso la herida. Afortunadamente no era grave. Pero había que limpiarla. Dolía. También afortunadamente, la playera era oscura y la sangre se disimulaba. Ella se alegró y lo abrazo con alivio. Esos días, todo era intenso. Las alegrías eran todas como salvar la vida. Las tristezas como de muerte. Y todo el miedo era pánico.
Juan la abrazo con fuerza y volvió a meter las manos bajo su blusa. Hizo cuentas mentales. No imaginó que Luisa ya las había hecho y sugirió antes que él: un motel.  Restarían dinero para las provisiones, pero ya lo solucionarían. De cualquier forma tenían que buscar una farmacia y un lugar discreto donde limpiar las heridas. Pocos lugares tan discretos como los tugurios y los moteles. Además, sabían que pronto alguien subiría. Tenían que irse rápido, así que se escabulleron hasta el zaguán y trataron de pasar desapercibidos entre los andadores. Se separaron y ella hizo escala en una farmacia, para comprar alcohol y gasas. Como escondidos tras el mostrador, vio las cajas de condones y lamentó no poder comprarlos. No tenía Cedula de Identidad.
Se rencontraron a un par de calles del motel. Esperaron a que el tráfico disminuyera y entraron caminando lo más tranquilos que pudieron. Conocían también la rutina. El oficial en la entrada pidió sus credenciales. Naturalmente, no podían pasar. Luisa por sus 17 y Juan, a pesar de ser mayor de edad, aún no contaba con los 21 años necesarios por ley para entrar a moteles.  De todas formas él pagó los 150 pesos que permitían la entrada a la peor de las habitaciones, 50 pesos por dos condones, de los que antes repartía el Seguro Social y 200 pesos más que garantizaban que el guardia los dejaría pasar. A Luisa le dolía la cabeza de sólo pensar en la palabra soborno, pero no había de otra.
En la habitación, Juan se desnudo y se sentó en una silla solitaria dentro de la regadera. Giraron la llave que dio paso al agua fría –no había otra- y ella lavó la herida con un Rosa Venus pequeño. Mientras ella limpiaba, él le desabotono la blusa, bajó el cierre de la falda, y le acarició los muslos. Ella terminó de desvestirse y sin cerrar la corriente de la regadera se sentó sobre él e hicieron el amor, cuidando no lastimar la carne a la altura del omoplato.
De la regadera pasaron a la cama y mientras él se acostaba boca abajo, ella puso la gasa sobre el lugar del toletazo.  Luego recorrió su piel, le pidió que girara el cuerpo y se tendió sobre él pidiendo un abrazo que no tardo dos segundos en llegar.
Al salir, caminaron un par de calles rumbo a la parada del microbús y se dirigieron a casa de ella, más allá de la jodida unidad habitacional de Juan. En el camino localizaron a Alejandra y Fabián, que ayudaban a Luisa en sus escapes, y se vieron afuera de su puerta, donde los segundos le devolvieron su mochila y suéter.
Acordaron la hora en que se verían al día siguiente y con un beso se despidieron. Ella entro en la casa de tres pisos en el cerro de La Calera, desde donde se veía buena parte de la ciudad. Adentro, con la discreción de una niña bien educada, robó una buena cantidad de billetes que garantizarían que al día siguiente sus recursos no serían reducidos y no afectarían su hambre. Ya después vendría el castigo, pero eso le importaba un bledo.
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A las 7:00 am, una tonada musical rustica de Violeta Parra en el celular de la menor de edad anunciaba que Juan estaba afuera de la casa. Ella salió guardando silencio, aunque a esa hora papá ya estaba en el trabajo y mamá había salido para dejar a Ramiro en la secundaria.
Se tomaron de la mano y bajaron hasta ver la calle donde tomarían el camión con dirección a la CAPU. Pagaron los 24 pesos de rigor -12 por cabeza- y tomaron asiento delante de unas ancianas que charlaban de política con la mayor con la que un ciudadano puede hacerlo. A Luisa le chocó escucharlas.
Él sacó del bolsillo de la sudadera un par de tortas de jamón con frijoles y sin queso. Ella sacó de su bolsa un par de botellitas de yogurt de arándanos ligth y desayunaron en silencio. Queriendo decir mucho, sabiendo que no podían.  Finalmente, el camión entró a la terminal y abrió sus puertas. Las piernas de Luisa temblaban. Los brazos de Juan también.
Se dirigieron por separado a la taquilla. Cada quién compró un boleto, ante la mirada desconfiada de los policías. A ella se lo vendieron enseguida, después de mostrar su credencial de estudiante (ese nombre, esa escuela. No podía ser sospechosa). A él no.  Lo cuestionaron sobre el porqué se dirigía al Distrito. Su edad. Su Cedula. Finalmente pudo comprarlo. Pagó 350 pesos. 150 por el boleto y 200 para sobornar al de la taquilla. En el andén lo revisaron con una minuciosidad que envidió Luisa. Y a ella la dejaron ingresar con solo pasar bajo el detector de metales.
Ambos suspiraron y limpiaron el sudor de sus frentes cuando por fin tomaron su lugar en el camión. Cuando avanzó, ella le besó la frente. Desde la ventanilla, ambos vieron como en las afueras de la terminal, otros jóvenes rabiaban por no haber conseguido abordar el camión Puebla-Distrito Federal.
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Una vez que pisaron el DF, se sintieron seguros. Un contingente de motos y algunos camiones esperaban a los jóvenes que en la TAPO, Tasqueña y Terminal del Norte, llegaban a la capital federal de México.  Rafael Moreno, el precandidato oficial, denunciaba por televisión que ese transporte era financiado por el candidato de izquierda, Miguel Mancera y todo el aparato gubernamental del Distrito.
Mónica y Fernando, amigos de Juan, ya los esperaban en TAPO. Los condujeron a uno de los camiones que ya lucía a la mitad de su cupo. Arriba, se sintieron libres y se besaron con la intensidad de quien lleva tres horas reprimiendo un beso.  Por fin pudieron hablar. Y hablaron. Hablaron del miedo. Contaron su vía crucis a los compañeros alrededor de ellos. Mentaron madres. El camión se iba llenando y cuando avanzó, los jóvenes ocupaban todo el pasillo, como en un vagón de metro, pero felices. Es decir, mitad felices, mitad rabiosos.
Mónica cambió la estación de radio  y encontró el noticiario de Joaquín. En exclusiva, la presidenta de la republica opinaba… más bien, agredía a los estudiantes que ese día se congregarían rumbo al Palacio de Gobierno.
“¿Respecto a los estudiantes que debo decir? Son unos inmaduros que no saben nada sobre bienestar. Ignorantes, eso es lo que son. Ignoran que desde que la iniciativa privada está presente en la educación, el país ha vivido un periodo de estabilidad que no se gozaba desde los tiempos del milagro mexicano”.
“Por supuesto, son muy chicos. No deben recordar la mala calidad que tenían las escuelas cuando la educación era gratuita. Y que decir de las universidades. Universidades es un decir. Esos chiqueros en manos de mafias que se disputaban los impuestos. Deberían preguntar a sus papás como había asesinatos por el control de la U de G, como el nepotismo dominaba en la de Tlaxcala”.
“No figurábamos en los estándares internacionales. Por supuesto lo hacíamos pero con el Tec y la de las Américas, acaso con la UNAM, pero tú sabes Joaquín, tu recuerdas la huelga de la UNAM, la universidad más grande en esos tiempos ¡era un mostro! Pero ellos no tienen memoria. Prevalece la ignorancia”.
Como dolió esa última palabra. A la altura del esternón, Juan sintió un golpe de rabia que la mayor parte de quienes viajaban en ese camión también sintió.
“Maldita”, pensó Juan y recordó lo mucho que lucho para conseguir el crédito de educación superior que al final tuvo que rechazar, porque aun con él, el dinero era insuficiente. El camión estalló en reclamos que ningún funcionario oiría. No todavía.
Alrededor de las 12 del día, arribaron al monumento de la revolución. Faltaban tres horas para la marcha. Rondando como zopilotes, ya podían verse los helicópteros de la policía. Desde abajo eran abucheados por una cantidad considerable de estudiantes que crecía exponencialmente. Efectivamente, los jóvenes pueden volverse un mostro.
Mientras esperaban el inicio de la protesta, comenzaron a protestar como sólo ellos sabían. Se besaron con intensidad, sin que la policía los interrumpiera. Bailaron pegando sus cuerpos. Y finalmente bailaron con toda la alegría reprimida. Hubo cumbias, salsa, rap, rock. Muchos de los manifestantes eran músicos. Todos cantaban, bailaban, tocaban, se besaban, se abrazaban. 
A las tres de la tarde, todo se había salido de la imaginación de los organizadores. Los jóvenes –pese a las previsiones que los gobernadores impusieron en los estados y carreteras- eran una multitud innumerable. Del monumento se extendían hacía el Ángel de la Independencia.  Como si la selección hubiera ganado el mundial. O peor.
Tres y media el contingente comenzó a avanzar de manera dificultosa. A veces chocando contra sí mismo.  Avanzaron por Juárez y bloquearon el eje. Decidieron no pasar por Madero. En su lugar tomaron Donceles y se dio el primer altercado con un grupo de policías que tuvo que huir, por el número de estudiantes.
En la plancha del zócalo se encontraba el Ejército  y toda la policía federal. Al menos eso parecía. Por las noticias que se tenían, se habían contratado un buen numero de policías en las últimas semanas. Pero sabían que el mayor riesgo no eran ellos. Eran los reventadores que se habían infiltrado entre los estudiantes.
Conteniendo todo su enojo, los jóvenes, estudiantes y excluidos del sistema educativo, aspirantes, guardaron compostura y comenzaron a gritar al unísono las consignas planeadas. “¡Educación para todos!”. “Fuera la derecha”. “Queremos estudiar”. “Otro sistema”.
El rugido era tenebroso. Estremecía el frágil primer cuadro de la ciudad. Ahora, la policía tenía miedo. Entre la muchedumbre alguien soltó el primer balazo: era un reventador. Presa del pánico, se reventó la cabeza.
En las cámaras, la alta y la baja, el tema empezaba a discutirse. La movilización había tenido más fuerza de la que nadie pudo imaginar. La televisión trataba de dar una impresión más ligera de lo que pasaba, pero la transmisión en vivo vía internet los delataba. En millones de hogares la gente seguía lo que pasaba en la capital, temiendo estar ante un holocausto de dimensiones mucho mayores a los del Tlatelolco priista. Miles de padres de familia enviaban mensajes desesperados a la Secretaría de Gobernación, donde Medina Plasencia estaba al borde del colapso.
El exgobernador de Guanajuato estaba a cargo del asunto. De Josefina no se sabía nada desde su aparición en radio. Desde Bucareli , se dio la orden de no actuar, que acataron las policías y los militares. Medina prometía dialogo y los presidentes de la Cámara de Diputados, Manlio Fabio Beltrones; y de la de Senadores, Alonso Lujambio, estaban en camino para reunirse con ellos.   
Los grandes momentos inician con silencios. La multitud calló para escuchar a los líderes juveniles. De pronto, todo se volvió alegría. Era muy temprano para hablar de triunfos, pero los manifestantes sintieron el escalofrío de quien logra lo imposible.
Entonces paso lo que nadie esperaba. Un grupo de policías novatos, de los recién contratados para la federal, atacó a un sector de los manifestantes. No estaban uniformados y se encontraban entre la gente. Algunos balazos, golpes de macana y los jóvenes pudieron contenerlos. Uno de los golpes sorprendió a un excluido en busca de una oportunidad que festejaba con un beso, le pegó en el omoplato derecho, abriendo una herida reciente y tirando lo al piso.  Otro golpe logró desmayar a la joven que recibía el beso. La contusión era grave. Los balazos dejaron tendidos al menos a 15 más.
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Al día siguiente, los periódicos, con su sensacionalismo manipulador, publicaban: “Manifestación  deja 7 muertos: Hija de legislador Pablo Rivera entre ellos”.  Era la heroína perfecta. El emblema.
Otra movilización, más pequeña, pero con otros tantos miles en ropas blancas, se movían por las calles de la ciudad de Puebla, pasando por el puente azul de la Fidel Velázquez. La encabezaba un joven llorando de forma incontenible.  Al frente, una gran manta lanzaba: “Por Luisa Rivera. Ni uno más”, y debajo de ese mensaje, uno menos visible que sinceraba: “siempre te amaré: Juan”. 


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