Se abrió el vagón y de inmediato una veintena de personas
entramos donde parecía que cabían tres. La intimidad se rompe en horas pico y
la temperatura sube sin que le importen los ventiladores. Cuando cerraron las
puertas y las personas se condensaron quedé aplastado entre la gente y el metal
del pasamanos.
Desde el sitio que me eligió el azar pude ver, cercana a la
puerta siguiente, a una chica de aspecto triste. Era más bien delgada. El rímel
lucía ligeramente corrido y su nariz, levemente roja, hacía juego con el
cabello rizado de carmín intenso. En sus ojos, un par de lágrimas esperaban ser
derramadas.
Imaginé la escena: un novio patán mentándole la madre y
levantando la mano en señal amenazante. Ella terminando para siempre con la
relación, mientras él se aferraba a lo
que ya no podía existir. Finalmente ella huía y se metía en el congestionado
vagón.
Por supuesto necesitaba consuelo y yo tenía de sobra. La
consolaría, tomaríamos un café -sólo cargaba dinero para uno-, ella se sentiría
mejor, me agradecería y quedaríamos de vernos nuevamente. Saldríamos muchas
veces más, hasta que ella me presentara a su mamá y a su hermanito; ellos me
aprobarían, y les daría gusto lo niñero que es mi carácter. Ella se
avergonzaría de haber un día salido con el patán y estaría orgullosa de mí,
como yo de ella. Así que decidí ir hasta donde estaba parada.
A empujones titánicos me fui moviendo de mi lugar. Para ello
tuve que pisar a un niño, cuyo padre me vio con ojos que bien pudieron decir
leperadas; apretar el cuerpo contra el de un gigante cuya masa muscular forjada
en gimnasios aún conservaba el sudor del entrenamiento vespertino; y finalmente
contener la respiración para no empujar a una frágil anciana de unos 90 que me
guiñaba el ojo.
Cuando estaba a punto de llegar a la mujer de ojos tristes,
el metro se detuvo con una sacudida que sorprendió a muchos y que de no ser por
la presión de los cuerpos, hubiera dejado en el suelo a más de uno. Ella, que
no alcanzaba a sujetarse bien del tubo pasamanos sintió caerse y extendió la
mano, misma que pude sujetar con la mía. Unos segundos después, el tren reanudó
su marcha. Yo sonreí a la chica y ella correspondió haciendo una luna creciente
con sus labios; inmediatamente después se puso a gritar como loca:
“!pervertido, suéltame¡”, “ayuda”.
Sentí el borde de una bolsa de imitación de piel golpear mi
ojo y una palma atinó una cachetada. El fortachón me tomó del cuello y me cargó
hacia el otro lado, haciéndome manita de puerco; la viejita aprovecho y me dio
una nalgada con todo y pellizco.
El metro llegó a la estación y bajaron muchos. Ella también.
Yo quedé recargado en el cristal de la puerta viéndola alejarse. Pero antes de irse, volteó hacia donde estaba yo y sonrió de
nuevo, llevándose la mano a la boca y mandando un beso que delataba, en su
muñeca, el reloj rojo que hasta hace unos minutos estaba en la mía. Y el tren
avanzó.
2 comentarios:
jajajajaja gracias, me alegraste la noche. Una abrazote. Me ha gustado mucho =D
jajajaja, me hizo reir, un miy buen relato! y en efecto tienes razón las apariencias engañan, una cara dulce no siempre es de fiar!
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