Digamos que
siempre he sido inoportuno. En cualquier momento en que aparezca siempre soy recriminado.
Debido a ello, nunca he sido capaz de hacer amigos. Aunque tampoco estoy muy
seguro de que llamarle “amigo” sea lo correcto.
Le conocí en un
momento en el que me preguntaba qué sentido tendía continuar, en el que no
sabía si mi monótono trabajo tenía en realidad un sentido.
Él era un sujeto
melancólico y taciturno. Su cabeza estaba llena de preguntas y sus actos
carecían de motivación. Fue entonces cuando me llamó. Clamaba por mi presencia.
Decía que me necesitaba y me incitaba con las frases más románticas que jamás
haya escuchado. Quería fundirse conmigo, yacer en mis brazos y desaparecer a mi
lado.
Al mirarlo,
sentía que mi alma se derrumbaba, estaba tan solo. Sus ojos reflejaban la
añoranza de su espíritu. Su melancólica personalidad terminó por seducirme.
Quizá era puro narcisismo, porque al verlo a él, me sentía reflejado como en un
lago, cuya superficie se había congelado para bloquear la entrada de invasores
peligrosos.
Sin embargo, no
estaba seguro de poder confiar en sus palabras. Tantas veces me habían llamado,
suplicándome vehementemente que los estrechara contra mi pecho y, al final, el
resultado era el mismo. Estaba cansado de escuchar el llanto, los insultos y
reclamos por mi intempestiva aparición.
Pero había algo
en él que me indicaba que sus deseos eran sinceros. No quería equivocarme
nuevamente; antes de permitirle introducirse en mis terrenos, lo vigilaría.
Juzgaría sus acciones y finalmente tomaría la decisión de llevarlo conmigo o
no.
Se llamaba
Haziel, no fue difícil averiguarlo. Generalmente conozco el nombre de aquellos
con quienes me involucro, aunque por lo regular no me interese. Le gustaba la
música y la lectura, tenía románticas ideas sobre la vida y, en alguna época,
había pensado que todo podía cambiarse para mejorar. Mas, cada situación que
enfrentaba, menguaba sus pensamientos idealistas y trastocaba las bases de sus
argumentos.
Si soy sincero,
debo admitir que al principio, mi interés por él, no era más que utilitario. Lo
único que pretendía, aunque suene redundante, era “matar el tiempo”. Quería
recuperar la voluntad para subsistir en un mundo en el que nadie me esperaba,
en el que no tenía un lugar al cual regresar y en donde mi presencia, aunque fungía
para equilibrar lo demás, resultara un incordio ante los ojos de las personas.
Pero fui
demasiado ingenuo. Mientras más tiempo pasaba con Haziel, en tanto más
escuchaba sus ruegos y, observaba sus desesperados intentos por mantener vivas
sus ideas, más me perdía a mí mismo y con mayor intensidad lo deseaba a él.
Comencé a
idealizarlo. Soñaba que lo abrazaba y le mostraba que la soledad no pasa de ser
un concepto relativo. Entonces rozaba su cuerpo con mis labios mientras le
escuchaba susurrar sus pensamientos en mi oído. Pero eso no dejaba de ser un
sueño. Sin importar qué tanto suplicara él por mi compañía, yo no era más que
un mero concepto metafórico en su mundo plagado de alegorías.
Muchas veces
estuve a punto de acceder a sus ruegos; pero me había acostumbrado tanto a él,
que creía que si consentía su anhelo de poseerme, mi existencia perdería por
completo su escaso significado. Mas, pronto me arrepentí de no cumplir su deseo…
Llevaba tres
años vigilándolo, por momentos me acercaba a él y le permitía respirar mi
aliento, rozarme con sus dedos hasta que ambos estábamos a punto de alcanzar el
éxtasis. Y justo en ese momento me alejaba, avergonzado de mi infantil
comportamiento.
Un día Haziel se
cansó de esperarme. Conoció a alguien que le ofrecía la tranquilidad que yo le
había negado y comenzó a abandonarme. Los celos me invadían cada vez que lo
veía sonreír. Yo sabía perfectamente lo que pasaba por su mente. Todos los
momentos en los que me había ofrecido su cuerpo incondicionalmente, comenzaban
a sonarle absurdos y aparecían frente a sus ojos como restos de recuerdos
nebulosos.
En cambio yo, lo
deseaba frenéticamente. Ansiaba estar a solas con él, retozando entre las
fantasías fabricadas en su mente. La desesperación me devoraba con dolorosa
lentitud mientras lo veía olvidarme irremediablemente. Por suerte para mí, su
felicidad no duró demasiado. Pronto él descubrió que ella, la chica por la que
se había alejado de mí, no era diferente del resto de las personas que lo
habían decepcionado.
Cada vez que
intentaba mostrarle algo diferente, cuando le hablaba de la belleza de la
música, del sonido del viento entre los árboles, de la posibilidad de cambiar o,
cualquier tema que le apasionaba, ella se mostraba renuente. Sus hermosas
palabras carecían de sentido para ella, como para todos los demás.
Así, todas las
esperanzas que había depositado en las personas y que se materializaban en
ella, se perdieron y, ¡el volvió a mí! Esta vez no lo iba a dejar escapar. Me
acerqué a su cama una noche otoñal. Sin previo aviso lo envolví con mi
presencia y lo llevé conmigo al lugar en el que como he dicho antes, la soledad
no deja de ser un tema de relatividad.
Él me recibió
con los brazos abiertos y una sonrisa que jamás podré olvidar. Al terminar me
incorporé del lecho y sin comprender, sentí como las lágrimas se vertían sobre
mi rostro inmaterial. Pero era demasiado tarde para preguntarme, qué hubiese
pasado si lo hubiera dejado continuar.
Y mientras
observaba su cuerpo inerte pendiendo del alféizar de la ventana con los ojos
abiertos como si mirase a la eternidad, intenté convencerme a mí mismo de que
no tenía más opción que cumplir con mi labor. Antes de que yo le arrebatara la
vida, él había muerto ya. Moría un poco cada vez que no le permitían pensar. Lo
único que hice fue llevarme el envase vacío. La piel que recubría la amorfa
masa que alguna vez fue su alma, la cual creía que las cosas podían cambiar.
Ahora, aunque me
gustaría volver el tiempo atrás, comprendo que eso es algo que ni yo mismo
podría hacer. Y a diferencia de todos aquellos que me reprochan por aparecer,
no me queda más que penar para la
eternidad, mientras recojo las almas de aquellos que me buscan y me temen por
igual.
A.B.L.
Foto: suspirosdelalma1. blogspot