Se encontraron a las 6 de la tarde, según lo acordado. Se
tomaron de la mano y ella no resistió las ganas de lanzarse a su cuello. Lo
abrazo con miedo, con admiración. Él le besó la frente. La envolvió con sus
brazos. También tenía miedo. Caminaron hacia el cruce de la avenida Fidel
Velázquez, dando la espalda a las tiendas de autoservicio, callados, jugando
con las falanges y bailando con las muñecas. Se detuvieron en el puesto de
postres frente a mi edificio, juntaron algo de su dinero y compraron una orden
de plátanos machos fritos con leche condensada, mermelada de fresa y confitería
de chocolate. Se sentaron en los escalones y comieron en silencio, hasta que
ella lo rompió con una risa discreta. Él volteo a verla y sonrió, para después
acurrucar la cabeza sobre su hombro.
Se pusieron de pie y depositaron el plato de unicel en un
improvisado bote de basura. Él miro a su alrededor y vio con rencor al policía
que vigilaba desde la tienda de crédito amarilla. “Juan”, le dijo ella al
tiempo que le daba un codazo. Frente a ellos pasaba una camioneta blindada del
Ejército. Por supuesto eso no era algo nuevo. Quienes crecimos aquí sabemos que
es sitio de tránsito para los militares rumbo a los cuarteles; no así de la
Marina, que poco a poco iba haciendo cotidiana su presencia en los alrededores,
pero a Luisa, con sus 17 años, todos le daban miedo. Como un acto instintivo,
cerró el segundo botón en orden descendente de su blusa blanca escolar.
Entonces corrieron rumbo al puente azul, el que durante mi
infancia siempre fue amarillo, y subieron brincando de dos en dos los
escalones. Ella tomó la delantera y se detuvo en el centro. Imaginó que los
custodiaba la luz de la luna, aunque en realidad se tratara de los anuncios espectaculares
que se colocaron 6 años antes, cuando el precandidato a la presidencia que
ahora sonreía en ellos, era apenas candidato a la gubernatura de Puebla. Juan
le tomó la cintura y ella lo permitió y colocó su peso en la punta de sus pies
para alcanzar su boca. Luisa ingresó sus dedos entre el cabello de él, y
comenzó a morder en un puro acto transgresor, después, buscó con su lengua las
palabras que no habían dicho. Abajo el policía de la tienda departamental
hablaba por radio; ellos ya lo sabían. Sabían también que se acercaban por lo
menos dos policías más.
Ella apretó su cuerpo contra el de él. Lo llevo al barandal
y Juan tuvo que hacer un esfuerzo para librar el vértigo. Con cada movimiento
de sus labios su cuerpo se acercaba con mayor intensidad. Sus senos ya no se
separaban del pecho de él, ropa de por medio. Con su mano, condujo la de él
bajo su cadera, rozando el cierre de su falda, en donde solo un centímetro lo
separaría de un delito mayor. Él la
subió por debajo de la blusa desfajada y acaricio la curva de su espalda baja.
Ella sintió la dureza debajo del pantalón y el aire le fue insuficiente.
Entonces, temblando por la excitación escucharon el par de botas aún lejanas.
Conocían bien los cargos.
Respiraron una vez profundamente y salieron corriendo, casi
topándose con los policías en el primer escalón del puente. Doblaron a la
izquierda y en diagonal fueron internándose por
los laberintos de La Margarita, pero antes, un golpe seco reventó la
carne de Juan a la altura del omoplato
derecho; el policía le había arrojado el tolete, pero no pudo detener su
carrera. Corriendo juntos, encontraron
un zaguán abierto y entraron a uno de los cientos de edificios blancos.
Tratando de guardar silencio llegaron a la azotea y ella notó la mancha de
sangre en la playera negra de Juan, con un estampado del rostro de Camila
Vallejo.
Luisa reviso la herida. Afortunadamente no era grave. Pero
había que limpiarla. Dolía. También afortunadamente, la playera era oscura y la
sangre se disimulaba. Ella se alegró y lo abrazo con alivio. Esos días, todo
era intenso. Las alegrías eran todas como salvar la vida. Las tristezas como de
muerte. Y todo el miedo era pánico.
Juan la abrazo con fuerza y volvió a meter las manos bajo su
blusa. Hizo cuentas mentales. No imaginó que Luisa ya las había hecho y sugirió
antes que él: un motel. Restarían dinero
para las provisiones, pero ya lo solucionarían. De cualquier forma tenían que
buscar una farmacia y un lugar discreto donde limpiar las heridas. Pocos
lugares tan discretos como los tugurios y los moteles. Además, sabían que
pronto alguien subiría. Tenían que irse rápido, así que se escabulleron hasta
el zaguán y trataron de pasar desapercibidos entre los andadores. Se separaron
y ella hizo escala en una farmacia, para comprar alcohol y gasas. Como
escondidos tras el mostrador, vio las cajas de condones y lamentó no poder
comprarlos. No tenía Cedula de Identidad.
Se rencontraron a un par de calles del motel. Esperaron a
que el tráfico disminuyera y entraron caminando lo más tranquilos que pudieron.
Conocían también la rutina. El oficial en la entrada pidió sus credenciales.
Naturalmente, no podían pasar. Luisa por sus 17 y Juan, a pesar de ser mayor de
edad, aún no contaba con los 21 años necesarios por ley para entrar a moteles. De todas formas él pagó los 150 pesos que permitían
la entrada a la peor de las habitaciones, 50 pesos por dos condones, de los que
antes repartía el Seguro Social y 200 pesos más que garantizaban que el guardia
los dejaría pasar. A Luisa le dolía la cabeza de sólo pensar en la palabra
soborno, pero no había de otra.
En la habitación, Juan se desnudo y se sentó en una silla
solitaria dentro de la regadera. Giraron la llave que dio paso al agua fría –no
había otra- y ella lavó la herida con un Rosa Venus pequeño. Mientras ella
limpiaba, él le desabotono la blusa, bajó el cierre de la falda, y le acarició
los muslos. Ella terminó de desvestirse y sin cerrar la corriente de la
regadera se sentó sobre él e hicieron el amor, cuidando no lastimar la carne a
la altura del omoplato.
De la regadera pasaron a la cama y mientras él se acostaba
boca abajo, ella puso la gasa sobre el lugar del toletazo. Luego recorrió su piel, le pidió que girara
el cuerpo y se tendió sobre él pidiendo un abrazo que no tardo dos segundos en
llegar.
Al salir, caminaron un par de calles rumbo a la parada del
microbús y se dirigieron a casa de ella, más allá de la jodida unidad habitacional
de Juan. En el camino localizaron a Alejandra y Fabián, que ayudaban a Luisa en
sus escapes, y se vieron afuera de su puerta, donde los segundos le devolvieron
su mochila y suéter.
Acordaron la hora en que se verían al día siguiente y con un
beso se despidieron. Ella entro en la casa de tres pisos en el cerro de La
Calera, desde donde se veía buena parte de la ciudad. Adentro, con la
discreción de una niña bien educada, robó una buena cantidad de billetes que
garantizarían que al día siguiente sus recursos no serían reducidos y no
afectarían su hambre. Ya después vendría el castigo, pero eso le importaba un
bledo.
-o-
A las 7:00 am, una tonada musical rustica de Violeta Parra
en el celular de la menor de edad anunciaba que Juan estaba afuera de la casa.
Ella salió guardando silencio, aunque a esa hora papá ya estaba en el trabajo y
mamá había salido para dejar a Ramiro en la secundaria.
Se tomaron de la mano y bajaron hasta ver la calle donde
tomarían el camión con dirección a la CAPU. Pagaron los 24 pesos de rigor -12
por cabeza- y tomaron asiento delante de unas ancianas que charlaban de
política con la mayor con la que un ciudadano puede hacerlo. A Luisa le chocó
escucharlas.
Él sacó del bolsillo de la sudadera un par de tortas de
jamón con frijoles y sin queso. Ella sacó de su bolsa un par de botellitas de
yogurt de arándanos ligth y desayunaron en silencio. Queriendo decir mucho,
sabiendo que no podían. Finalmente, el
camión entró a la terminal y abrió sus puertas. Las piernas de Luisa temblaban.
Los brazos de Juan también.
Se dirigieron por separado a la taquilla. Cada quién compró
un boleto, ante la mirada desconfiada de los policías. A ella se lo vendieron
enseguida, después de mostrar su credencial de estudiante (ese nombre, esa
escuela. No podía ser sospechosa). A él no.
Lo cuestionaron sobre el porqué se dirigía al Distrito. Su edad. Su
Cedula. Finalmente pudo comprarlo. Pagó 350 pesos. 150 por el boleto y 200 para
sobornar al de la taquilla. En el andén lo revisaron con una minuciosidad que
envidió Luisa. Y a ella la dejaron ingresar con solo pasar bajo el detector de
metales.
Ambos suspiraron y limpiaron el sudor de sus frentes cuando
por fin tomaron su lugar en el camión. Cuando avanzó, ella le besó la frente.
Desde la ventanilla, ambos vieron como en las afueras de la terminal, otros
jóvenes rabiaban por no haber conseguido abordar el camión Puebla-Distrito
Federal.
-o-
Una vez que pisaron el DF, se sintieron seguros. Un
contingente de motos y algunos camiones esperaban a los jóvenes que en la TAPO,
Tasqueña y Terminal del Norte, llegaban a la capital federal de México. Rafael Moreno, el precandidato oficial,
denunciaba por televisión que ese transporte era financiado por el candidato de
izquierda, Miguel Mancera y todo el aparato gubernamental del Distrito.
Mónica y Fernando, amigos de Juan, ya los esperaban en TAPO.
Los condujeron a uno de los camiones que ya lucía a la mitad de su cupo.
Arriba, se sintieron libres y se besaron con la intensidad de quien lleva tres
horas reprimiendo un beso. Por fin
pudieron hablar. Y hablaron. Hablaron del miedo. Contaron su vía crucis a los
compañeros alrededor de ellos. Mentaron madres. El camión se iba llenando y
cuando avanzó, los jóvenes ocupaban todo el pasillo, como en un vagón de metro,
pero felices. Es decir, mitad felices, mitad rabiosos.
Mónica cambió la estación de radio y encontró el noticiario de Joaquín. En
exclusiva, la presidenta de la republica opinaba… más bien, agredía a los
estudiantes que ese día se congregarían rumbo al Palacio de Gobierno.
“¿Respecto a los estudiantes que debo decir? Son unos
inmaduros que no saben nada sobre bienestar. Ignorantes, eso es lo que son.
Ignoran que desde que la iniciativa privada está presente en la educación, el
país ha vivido un periodo de estabilidad que no se gozaba desde los tiempos del
milagro mexicano”.
“Por supuesto, son muy chicos. No deben recordar la mala
calidad que tenían las escuelas cuando la educación era gratuita. Y que decir
de las universidades. Universidades es un decir. Esos chiqueros en manos de
mafias que se disputaban los impuestos. Deberían preguntar a sus papás como
había asesinatos por el control de la U de G, como el nepotismo dominaba en la
de Tlaxcala”.
“No figurábamos en los estándares internacionales. Por
supuesto lo hacíamos pero con el Tec y la de las Américas, acaso con la UNAM,
pero tú sabes Joaquín, tu recuerdas la huelga de la UNAM, la universidad más
grande en esos tiempos ¡era un mostro! Pero ellos no tienen memoria. Prevalece
la ignorancia”.
Como dolió esa última palabra. A la altura del esternón,
Juan sintió un golpe de rabia que la mayor parte de quienes viajaban en ese
camión también sintió.
“Maldita”, pensó Juan y recordó lo mucho que lucho para
conseguir el crédito de educación superior que al final tuvo que rechazar,
porque aun con él, el dinero era insuficiente. El camión estalló en reclamos
que ningún funcionario oiría. No todavía.
Alrededor de las 12 del día, arribaron al monumento de la
revolución. Faltaban tres horas para la marcha. Rondando como zopilotes, ya
podían verse los helicópteros de la policía. Desde abajo eran abucheados por
una cantidad considerable de estudiantes que crecía exponencialmente.
Efectivamente, los jóvenes pueden volverse un mostro.
Mientras esperaban el inicio de la protesta, comenzaron a
protestar como sólo ellos sabían. Se besaron con intensidad, sin que la policía
los interrumpiera. Bailaron pegando sus cuerpos. Y finalmente bailaron con toda
la alegría reprimida. Hubo cumbias, salsa, rap, rock. Muchos de los
manifestantes eran músicos. Todos cantaban, bailaban, tocaban, se besaban, se
abrazaban.
A las tres de la tarde, todo se había salido de la
imaginación de los organizadores. Los jóvenes –pese a las previsiones que los
gobernadores impusieron en los estados y carreteras- eran una multitud innumerable.
Del monumento se extendían hacía el Ángel de la Independencia. Como si la selección hubiera ganado el
mundial. O peor.
Tres y media el contingente comenzó a avanzar de manera
dificultosa. A veces chocando contra sí mismo.
Avanzaron por Juárez y bloquearon el eje. Decidieron no pasar por
Madero. En su lugar tomaron Donceles y se dio el primer altercado con un grupo
de policías que tuvo que huir, por el número de estudiantes.
En la plancha del zócalo se encontraba el Ejército y toda la policía federal. Al menos eso
parecía. Por las noticias que se tenían, se habían contratado un buen numero de
policías en las últimas semanas. Pero sabían que el mayor riesgo no eran ellos.
Eran los reventadores que se habían infiltrado entre los estudiantes.
Conteniendo todo su enojo, los jóvenes, estudiantes y
excluidos del sistema educativo, aspirantes, guardaron compostura y comenzaron
a gritar al unísono las consignas planeadas. “¡Educación para todos!”. “Fuera
la derecha”. “Queremos estudiar”. “Otro sistema”.
El rugido era tenebroso. Estremecía el frágil primer cuadro
de la ciudad. Ahora, la policía tenía miedo. Entre la muchedumbre alguien soltó
el primer balazo: era un reventador. Presa del pánico, se reventó la cabeza.
En las cámaras, la alta y la baja, el tema empezaba a
discutirse. La movilización había tenido más fuerza de la que nadie pudo
imaginar. La televisión trataba de dar una impresión más ligera de lo que
pasaba, pero la transmisión en vivo vía internet los delataba. En millones de
hogares la gente seguía lo que pasaba en la capital, temiendo estar ante un
holocausto de dimensiones mucho mayores a los del Tlatelolco priista. Miles de
padres de familia enviaban mensajes desesperados a la Secretaría de
Gobernación, donde Medina Plasencia estaba al borde del colapso.
El exgobernador de Guanajuato estaba a cargo del asunto. De
Josefina no se sabía nada desde su aparición en radio. Desde Bucareli , se dio
la orden de no actuar, que acataron las policías y los militares. Medina
prometía dialogo y los presidentes de la Cámara de Diputados, Manlio Fabio
Beltrones; y de la de Senadores, Alonso Lujambio, estaban en camino para
reunirse con ellos.
Los grandes momentos inician con silencios. La multitud
calló para escuchar a los líderes juveniles. De pronto, todo se volvió alegría.
Era muy temprano para hablar de triunfos, pero los manifestantes sintieron el
escalofrío de quien logra lo imposible.
Entonces paso lo que nadie esperaba. Un grupo de policías novatos,
de los recién contratados para la federal, atacó a un sector de los
manifestantes. No estaban uniformados y se encontraban entre la gente. Algunos
balazos, golpes de macana y los jóvenes pudieron contenerlos. Uno de los golpes
sorprendió a un excluido en busca de una oportunidad que festejaba con un beso,
le pegó en el omoplato derecho, abriendo una herida reciente y tirando lo al
piso. Otro golpe logró desmayar a la
joven que recibía el beso. La contusión era grave. Los balazos dejaron tendidos
al menos a 15 más.
-o-
Al día siguiente, los periódicos, con su sensacionalismo
manipulador, publicaban: “Manifestación deja
7 muertos: Hija de legislador Pablo Rivera entre ellos”. Era la heroína perfecta. El emblema.
Otra movilización, más pequeña, pero con otros tantos miles
en ropas blancas, se movían por las calles de la ciudad de Puebla, pasando por
el puente azul de la Fidel Velázquez. La encabezaba un joven llorando de forma
incontenible. Al frente, una gran manta
lanzaba: “Por Luisa Rivera. Ni uno más”, y debajo de ese mensaje, uno menos
visible que sinceraba: “siempre te amaré: Juan”.