martes, 29 de mayo de 2012

Dos versiones del DF


Todo mexicano posee una versión del Distrito Federal. Cada una de ellas reclama su legitimidad como el chisme que se cuenta en la mesa de una familia que además cuenta con invitados.

Mi primera versión del DF la obtuve de parte de mi papá, hombre con talento de narrador. De entre los cientos de relatos que repitió una y otra vez, recordaba de forma especial uno de sus viajes a Tepito.
Quizá por la costumbre familiar de convertir las desgracias en chistes o tal vez por lo absurdo de lo ocurrido o por la presencia de alguno de sus más queridos amigos, su rostro mostraba un humor especial al emprender el recuerdo resumido siempre de forma breve.

Paco tenía ganas de ir al DF, atraído por los precios de casi cualquier cosa que en el Valle de México son mejores que en cualquier lugar del país. Convenció al pareja de llevarlo, con destino Tepito, centro de la delincuencia más sinvergüenza y ya mencioné dos mitos en un párrafo.

Pese a las advertencias del pareja se fueron a comprar discos de vinil y algunas chácharas en el tianguis del barrio bajo. “No pongas cara de paisano”, advirtió el que tenía más experiencia. Yo no sé si el Paco puso cara de paisano o no. Tampoco sé si la condición de foráneo se marca en la cara o el cuerpo o si todo fue una coincidencia. El caso es que, a punto de regresar a Puebla, antes de llegar al metro, unos hombres les cerraron el paso y se llevaron todo lo comprado. Al Paco le dio miedo entonces, y papá casi suelta la carcajada cada vez que lo recuerda.

Ese Distrito, el salvaje de la delincuencia como forma de vida, duró el grueso de mi niñez.

Visité por primera vez el DF cuando el Instituto Federal Electoral acreditaba ya mi mayoría de edad. Me perdí de las experiencias previas; no viaje a Six Flags con mis compañeros de la secundaria ni visité el zoológico de Chapultepec. Me llevaron directo a una cueva de ladrones menos finos: la Cámara de Diputados. Pero ello no es relevante.

Al siguiente día visité por segunda vez la ciudad del smog que de inmediato se respira, según cuentan otros de sus detractores. Viajé acompañado por mi papá y lanzó no sé cuantas veces la advertencia: “Nomás no pongas cara de paisano.” No sé si en algún momento la puse, pero regresamos a salvo a mi primera ciudad y unos meses después arribé con mis maletas a la TAPO para quedarme al menos un par de pares de años.

La verdad es que nunca antes visité la ciudad del tráfico eterno por la sencilla razón de que a mis papás -quiero decir a mi mamá- les infundía miedo. Luego entonces, de vez en cuando, uno baja del metro sin fijarse si lleva o no cara de paisano y de pronto surge ese malestar de la primera versión del DF y camina rápido, por si acaso.

De cualquier forma, ya sea por instinto de supervivencia o la saturación sensorial de la ciudad más escandalosa del país, uno siempre esta “hacha”, por lo que se ofrezca. Pero llamémosle curiosidad de principiante.

Aquella tarde con aproximadamente un año en la ciudad donde el tiempo pasa más rápido, bajé de metro Salto del agua para comprar algunos artículos en el Eje central, uno de los lugares sombríos de las narraciones policiales de la infancia. Regresé a la misma estación para abordar el transporte, pero antes me senté a comer una torta en una caseta ubicada a unos metros de la entrada. Las tortas del DF, dicho sea de paso, son las tortas más grandes del mundo. En otro país quizá serían una ofensa.

Me senté a esperar mi pedido mientras veía discretamente a una chica que barría la banqueta. No muchos minutos después me percaté de que no era el único observador. Con el rabillo del ojo divise a un hombre sentado a un metro de mí, comiéndose no sé si una Tatiana, una NIurka o de plano una cubana (que no es lo mismo, pero es igual).

Quizá alguien comparta conmigo algún recuerdo de su vida prechilanga, en el que los asaltantes hablan arrastrando la última vocal de las palabras, portan tatuajes, ropa de tribus callejeras en tonos grises, músculos de gimnasio casero, y sobre todo una gran cicatriz en la cara. Pues bien, el hombre a mi lado cumplía todas las señas anteriores.

Uno piensa que evitando el contacto visual se librara de todo mal. Amén. Pero en el lugar con menos espacio vital del país eso no ocurre. Si no volteas tú volteará él. Y volteó. Me vio atento, con curiosidad, como descubriendo que soy paisano o provinciano o de otro mundo o peor: que soy poblano de cepa. El caso es que en su fuero interno, mientras yo temía por mi seguridad, debió llegar a una sincera conclusión, o bien, pertenecía a un lugar raro donde los hombres comen tortas sin refresco o estaba jodido. La verdad es que algo hay de las dos opciones, así que sin averiguación previa ordeno al tortero: dame otra coca -y giro el rostro para preguntarme- ¿y tú que refresco quieres? Bebí Coca-Cola.

Seguramente no hay un lugar en el país donde se establezcan y rompan más estereotipos. El matón de mi primera versión de Ciudad, resultó ser un buen samaritano -eso o quería matarme lento con proporciones insospechadas de azucares-.

Mis prejuicios rebotaron contra mí, de nuevo, al abordar el metro. Traté de hacer lugar en la congestionada línea rosa para que un anciano de facha venerable se sintiera más cómodo. Desde mi distracción pude ver algunos de sus movimientos torpes. Insertaba la mano en la bolsa de una señora y extraía su cartera.
En cuanto el tren se detuvo, el anciano salió del vagón y la víctima del robo salió conmigo detrás del sujeto. Ella no quiso llamar a la policía, así que enfrentó al bribón de como 70 años. El viejo respondió muy ofendido aventándole la cartera, y exclamandó con la mayor indignación posible: “No traías ni un peso pinche vieja.” Después todos nos fuimos.

He sufrido tres asaltos en estos tres años. Dos han sido en el Estado de México y uno en la ciudad de Puebla. En el Distrito llevo saldo limpio. Me asumo chilango y tengo mi propia versión de esta ciudad. Cada quien, aunque no viva aquí, tiene la suya. Con la escalada nacional de la delincuencia y sus horrores, muchos creen que en este lugar estamos más seguros. Con todo, hay personas que sostienen que es el peor para vivir

Que está llena de delincuencia, que toda la gente aquí es convenenciera, deshonesta, aprovechada, dijo el papá de Karina. Yo no sé a quienes conoció. Quizá a aquel viejo. Quién sabe.

Yo no sé muchas cosas. Si será el Anáhuac el terrible mostro donde vivir, hablar, circular, respirar, o sentirse seguro es imposible. Pero sé que mi segunda versión, muy corregida y muy aumentada, incluye a gente preciosa que vive en la ciudad más hermosa de México.

jueves, 17 de mayo de 2012

Los 10 discos en español de inicios del 2012

Para revista Puente

10. Desde Rusia con amor-Molotov
¿A que suena el voto latino en Rusia? Suena a rock mexicano de la mejor tradición.
La banda que cantara en contra dela manipulación televisiva de la información, que desafía la autoridad de la policía para conferirla a los ciudadanos en sus canciones, la banda que arma desmadre en los escenarios locales se aventura a conquistar un país frio y llenarlo de calor. El primer cd en vivo de Molotov no contiene muchas sorpresas, pero es un documento necesario para los fans.
9. Un día extraordinario-Marlango
La voz sensual de Leonor nos entrega un nuevo disco de Marlango, el quinto del grupo y el primero en español.
Un día extraordinario, nos hace darnos cuenta de que el inglés es el idioma ideal para ciertos tipos de música, pero los alcances del español como un idioma apto para jugar, son incomparables. Así, la música de este álbum es un juego para jugarlo con luces tenues y una sonrisa discreta.
8. La orquesta del Titanic-Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina
La continuación del Dos pájaros de un tiro, es un disco íntimo donde dos leyendas de la música española conversan entre sí, permitiéndonos escuchar las confesiones que ellos intercambian. Una reunión de amigos desenfadada.
Un disco anunciado con suficiente anticipación como para convertirse en uno de los más codiciados de inicios del 2012 y comenzar a agotar las fechas de sus conciertos. Hay que aprenderse las canciones para poder corearlas en uno de esos conciertos memorables, acompañadas por las ya clásicas. Para escuchar con copa de vino y en la noche.
7. La bala-Ana Tijoux
Lo más interesante de Ana Tijoux es su afán por romper estereotipos. A veces parece que no termina por encajar en ningún lado. La rapera chilena que se acompaña de una trasnacional se vuelve uno de los iconos en el movimiento estudiantil chileno, poniéndole soundtrack al coraje de los jóvenes desclasificados.
No sólo eso. Tijoux evoca a la figura de Violeta Parra y en compañía de Jorge Drexler, Los Aldeanos y más invitados, hace gala de una estética rapera difícil de encontrar en sus símiles.
6. Porfiado-El cuarteto de Nos
Aunque habrá quien reniegue del cambio melódico que el cuarteto concretó en su álbum anterior, Bipolar, el trabajo de Juan Campodónico en la producción no sólo le dio frescura a uno de los grupos más emblemáticos del Uruguay, también acentuó la sátira de su concepto.
Ahora, Porfiado, nos da 50 minutos del humor más negro vuelto rock. Por ejemplo, la visita a Benito, el niño malo del kínder, termina en una situación densa abierta a la imaginación del escucha. Un disco para divertirse y reflexionar por qué a veces conviene más ser malos.
5. Todo empieza y todo acaba en ti-Ismael Serrano
En el disco que llegó directo al primer lugar de ventas en España, Ismael da una vuelta imprevista (siempre a la izquierda) y se encuentra con un pasado cercano (la influencia de Luis Eduardo Aute) y un presente vanguardista (la de Damien Rice).
Las 13 canciones, en las que el artista no ha podido evitar reflexionar acerca de la crisis y de los movimientos sociales de los últimos meses, son una declaración contra el miedo a la soledad que impera en nuestras sociedades. Serrano afirmó que este es su mejor disco.
4. Atlántico-Xoel López  
El ex Deluxe, llega con su proyecto en solista, un álbum lleno de voces implícitas, de sonidos multiculturales y el toque inconfundible de Xoel López.
La raíz de Atlántico se encuentra en la creación de la Caravana Americana. Movimiento temporal resultado del viaje del español a tierras latinas. El viaje arrojó la amistad de Xoel con decenas de compositores de las nuevas corrientes del cono sur, centro y norteamérica. Sin duda, el resultado fue la nutrición musical y sólo así puede entenderse la propuesta de un Xoel López fresco que entrega una de las producciones menos pretenciosas (y más ambiciosas) de lo que va del año.

3. Área 52-Rodrigo y Gabriela
La pareja mexicana hace una revisión a su trabajo y lo reedita (más como un pasatiempo, confesarían) con la compañía de la orquesta C.U.B.A. en los estudios de Silvio Rodríguez.
Las melodías son conocidas. Las guitarras virtuosas de Rodrigo y Gabriela producen verdaderos viajes llenos de intensidad acústica, ahora acompañados del sabor caribeño de la orquesta.
2. CAMPO-Juan Campodónico
El productor más importante de Uruguay en la actualidad (12 segundos de oscuridad, Eco, Bipolar, Bajofondo Tango Club), llega con su proyecto individual…. o no.
Declarado un jugador de equipo, Campodónico convoca a un grupo de amigos y los dirige para montar un espécimen más del Bajofondo Tango Club, donde esta vez él lleva la batuta. El resultado es un disco lleno de capas delirantes donde uno puede distinguir el bolero-dark, el candombe, la cumbia o el pop en canciones que terminan por ser inclasificables. La presencia de Jorge Drexler y Fernando Santullo entre los invitados le da genuinidad a un proyecto charrúa de inicio que acaba por ser internacional. Producido por Campodónico y Santaolalla, CAMPO es un disco que no te puedes perder si lo tuyo es conocer propuestas nuevas y de calidad.

1. Mundo anfibio-Lisandro Aristimuño:
Arriesgar, para Lisandro Aristimuño es más que una decisión ocasional. Es el motivo de su música. El resultado  es la intranquilidad del oyente. Cada sonido ataca una parte de nosotros hasta rendirnos a una propuesta rock que sobrepasa la clasificación de estantería.
En Mundo anfibio, el viaje se hace de la ciudad al agua. De la ciudad llena de smog. Incierta. Los 11 tracks, compuestos por letras arriesgadas, música cercana a la experimentación o juegos de voces,  forman el disco más aventurado y oscuro del argentino y anuncian la consolidación de un referente en la música hispana.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Ramoncito


Ramón González se despidió del último de sus ayudantes en la dulcería. Era viernes de quincena. El muchacho se persignó y guardó los billetes en el bolsillo derecho del pantalón azul que usaba como parte del uniforme. Cuando dio vuelta en la esquina aún llevaba la amplia sonrisa de los días de paga.

Ramón González conocía bien a sus tres empleados. Matías -el último en irse-,  pasaría por un ramo de rosas para Melisa, en el puesto de Doña Rosa. Julián haría lo mismo, pero las rosas serían para su mamá -la de Julián-. Mónica, en cambio, guardaría el dinero.

Ramón González volvió a contar el dinero. Separó la cantidad necesaria para la renta. Guardó en un compartimento secreto del pantalón lo necesario para el gasto de la semana -Julia, su mujer, le cosía bolsas ocultas en la ropa, después de ser asaltado unas cinco veces-. Hizo cálculos mentales, separó unos 100 pesos  y sonrió con unas ganas similares a las de Matías. Se apresuró a cerrar el local. 

Consultó el reloj del celular en blanco y negro con medio teclado roto.  Caminó con pasos largos y rápidos por cinco calles y corrió la sexta, para llegar al local deportivo antes de que lo cerraran. Buscó con la mirada el balón que veía todos los días camino al trabajo. No estaba. Preguntó al dependiente y éste confirmó su venta, pero le ofreció mostrarle otros modelos. Ramón González aceptó, con una condición: compraría uno que fuera del Cruz Azul. Salió del local acariciando una esfera azul con rojo, con el escudo de la maquina estampado dos veces, enmarcado con tejidos circulares. Imaginó a la mamá de Julián al recibir las rosas y luego intentó adivinar el rostro de emoción de Ramoncito hijo cuando viera su regalo. Comenzó a llover.

El metro en días de lluvia es una mezcla de resignación y fe.  Ramón González, con la ropa mojada, hizo fila para abordar un vagón que al abrir las puertas demostró estar repleto. Lo dejó pasar. Lo mismo pasó con el segundo y luego con el tercero. Pero tenía que llegar a casa. El sonido característico del coloso naranja en los túneles lo alertó. Cuando se abrieron las puertas del tren cerró los ojos y logró hacerse espacio entre empujones. Un timbre agudo anunció que las puertas se cerrarían.

Fabián Rodríguez, también padre de familia, escuchó el timbre con espanto y corrió rumbo a la puerta del vagón. Calculó espacio y tiempo. Se supo en desventaja. Dio dos pasos largos, uno corto y brincó hacia dentro, mientras las puertas se cerraban. Llegó. Llegaría temprano a casa.

Ramón González, distraído por el bochorno de la humedad caliente, por el vapor de gente mojada en muchedumbre dentro de una caja que los acercaría a sus casas, sintió un golpe repentino entre la cara, el pecho y el brazo izquierdo. Era el cuerpo de Fabián Rodríguez, también padre de familia. El golpe sobre la ropa mojada lo impulsó hacia atrás, donde fue detenido por la multitud. El balón azul y rojo resbaló de sus manos en sentido contrario a su cuerpo. Antes de que la puerta cerrase, el diámetro completo del esférico atravesó el marco y rodó hasta los pies de una mujer que sostenía una bolsa de mercancía en una mano y a su hija en la otra.

Ramón González se incorporó con el tren en marcha. Miró a Fabián Rodríguez, también padre de familia, y quiso romperlo a madrazos, pero no lo hizo. Sintió ganas de llorar. El hombre que entró de un brinco, apenado, bajó en la siguiente estación, aunque no era la suya.

Cuando Ramón González llegó a casa, fue recibido con un beso por Julia, de inmediato, un bulto de 9 años se atravesó entre la pareja. En una de las paredes rebotó una pelota blanca despellejada, con forma más de ovoide que de esfera.

-¡Papá! ¡Hubieras visto! Jugamos contra los de la otra calle y metí un golazo. ¡Fue de chilena! Perdimos, pero todos dijeron que fue el mejor gol. Quedamos de jugar mañana otra vez. Te juego unos penales.
-Espera, me cambió la ropa mojada.

-¡Apúrate!

***

-Ramoncito González se perfila… besa el balón que tanta suerte le ha dado hoy… mira a los ojos a Ramón González, el mejor portero del mundo… voltea a ver a la afición… firulais grita de emoción… tirooooo…. ¡Goooooooooooooooooool del azul! ¡Cruz Azul! ¡Ramoncito la metió hasta la esquina, donde el portero nunca iba a llegar…..!

jueves, 10 de mayo de 2012

Relato breve para leer (en) el metro


Se abrió el vagón y de inmediato una veintena de personas entramos donde parecía que cabían tres. La intimidad se rompe en horas pico y la temperatura sube sin que le importen los ventiladores. Cuando cerraron las puertas y las personas se condensaron quedé aplastado entre la gente y el metal del pasamanos.

Desde el sitio que me eligió el azar pude ver, cercana a la puerta siguiente, a una chica de aspecto triste. Era más bien delgada. El rímel lucía ligeramente corrido y su nariz, levemente roja, hacía juego con el cabello rizado de carmín intenso. En sus ojos, un par de lágrimas esperaban ser derramadas.

Imaginé la escena: un novio patán mentándole la madre y levantando la mano en señal amenazante. Ella terminando para siempre con la relación,  mientras él se aferraba a lo que ya no podía existir. Finalmente ella huía y se metía en el congestionado vagón.

Por supuesto necesitaba consuelo y yo tenía de sobra. La consolaría, tomaríamos un café -sólo cargaba dinero para uno-, ella se sentiría mejor, me agradecería y quedaríamos de vernos nuevamente. Saldríamos muchas veces más, hasta que ella me presentara a su mamá y a su hermanito; ellos me aprobarían, y les daría gusto lo niñero que es mi carácter. Ella se avergonzaría de haber un día salido con el patán y estaría orgullosa de mí, como yo de ella. Así que decidí ir hasta donde estaba parada.

A empujones titánicos me fui moviendo de mi lugar. Para ello tuve que pisar a un niño, cuyo padre me vio con ojos que bien pudieron decir leperadas; apretar el cuerpo contra el de un gigante cuya masa muscular forjada en gimnasios aún conservaba el sudor del entrenamiento vespertino; y finalmente contener la respiración para no empujar a una frágil anciana de unos 90 que me guiñaba el ojo.

Cuando estaba a punto de llegar a la mujer de ojos tristes, el metro se detuvo con una sacudida que sorprendió a muchos y que de no ser por la presión de los cuerpos, hubiera dejado en el suelo a más de uno. Ella, que no alcanzaba a sujetarse bien del tubo pasamanos sintió caerse y extendió la mano, misma que pude sujetar con la mía. Unos segundos después, el tren reanudó su marcha. Yo sonreí a la chica y ella correspondió haciendo una luna creciente con sus labios; inmediatamente después se puso a gritar como loca: “!pervertido, suéltame¡”, “ayuda”.

Sentí el borde de una bolsa de imitación de piel golpear mi ojo y una palma atinó una cachetada. El fortachón me tomó del cuello y me cargó hacia el otro lado, haciéndome manita de puerco; la viejita aprovecho y me dio una nalgada con todo y pellizco.

El metro llegó a la estación y bajaron muchos. Ella también. Yo quedé recargado en el cristal de la puerta viéndola alejarse. Pero antes de irse, volteó hacia donde estaba yo y sonrió de nuevo, llevándose la mano a la boca y mandando un beso que delataba, en su muñeca, el reloj rojo que hasta hace unos minutos estaba en la mía. Y el tren avanzó.

domingo, 6 de mayo de 2012

EL COLECCIONISTA

Desde que tuve conciencia de ellas me atraparon, tanta belleza no podía concebirse en una parte del cuerpo humano. Las manos, extremidades poderosas y llenas de significado, aquellas que siempre han alimentado mi fascinación, aquellas que con ansia describo en cada pincelada, en cada lienzo que con avidez termino, me permiten ver un mundo, porque cada mano es diferente y cada una tiene una historia. Así es, a lo largo de mi vida, he descubierto que aquellas personas a quienes su rostro he de dejar inmortalizado en el lienzo, tienen una historia que las impulsa a llegar a mí. En estos tiempos es difícil encontrar personas que quieran un retrato, lo de hoy es la instantánea que luego de acudir a un estudio frío y lleno de lámparas, tripiés y una escenografía por demás artificial, uno puede obtener a un bajo costo y una espera de escasamente 10 minutos, un retrato que apenas captura la esencia de nuestro peinado apresurado, una sonrisa fingida, una mirada perdida y un momento tan fugaz que pierde significado en nuestras vidas. Aun así, las personas siguen llegando a mí, tal vez porque la nostalgia de lo antiguo les remueve en las entrañas aquella necesidad de regresar a lo perdido, a lo venerable y qué más venerable y antiguo que yo, para dar esa experiencia a los jóvenes. Recuerdo bien aquel momento cuando la vi entrar, vestía unos jeans ajustados, zapatillas sin tacón que me recordaban a las que usan las bailarinas de ballet, blusa delgada para soportar el caluroso clima de primavera, y un bolso que bien podía pertenecer a su abuela, pero que ella portaba con orgullo al caminar. –Buen día señor. Me dijeron que usted hace retratos en óleo y me gustaría que me hiciera uno. Recuerdo la seguridad con la que lo mencionó, su sonrisa al terminar la frase. Aunque por alguna razón, me es imposible recordar con exactitud su rostro, sé que era angelical, no rebasaba los 25 años, toda una vida por delante, todo ese encanto y esas manos que parecían talladas por los dioses, no pude contenerme. –Le han informado bien señorita y si así lo desea, puedo mostrarle algunos de mis trabajos para que pueda usted juzgar mi talento. Si las obras le gustan, podemos entonces hablar de precios, técnica, fechas… –No es necesario, al parecer las personas de por aquí reconocen su talento y me han dado buenas referencias de usted, sé que pinta hermosos paisajes y ha montado algunas exposiciones, pero pocos han tenido la fortuna de ser retratados por usted y me gustaría ser una de esas afortunadas. Mis sentidos vibraron, de ella emanaba tanta seguridad, porte y al mismo tiempo tanta ingenuidad que me fue inevitable recordar aquellos tiempos en mi viejo estudio, en que solía pintar a los extraños que se me acercaban pidiendo inmortalizar su figura. –Pues bien jovencita, entonces podemos hablar de costos, y es necesario que sepa que este trabajo mío es muy artístico por lo cual el precio no es nada barato. Yo cobro por anticipado, y la obra la termino en dos días a más tardar, dependiendo el tiempo libre que usted tenga, aunque puede ser más tardado si su agenda es apretada. –No es necesario hablar de costos, sé que es usted un artista y por ello estoy aquí. Me gustaría tener el cuadro listo hoy mismo, ya que este es mi último día en la ciudad antes de regresar a Guadalajara, así que espero no sea esto una tarea difícil para usted. –Claro que no señorita, si así pone usted las cosas entonces es mejor que empecemos a trabajar para que su viaje no se retrase. Ella tomó asiento en un viejo sofá donde le indiqué, acomodó su figura a modo de que estuviera lo bastante cómoda para permanecer así un buen rato y con una hermosa sonrisa me pidió que iniciara la pintura. –Así que es usted de Guadalajara, y qué la trae a esta ciudad de locos si no es indiscreción. –Turismo. Siempre quise venir a visitar las viejas calles de Coyoacán, me recuerdan un poco a mi hogar, pero sin duda tienen un encanto sin igual, estoy aquí desde hace una semana, visité el Centro Histórico, La Alameda, Xochimilco, La Basílica, Chapultepec y bueno, heme aquí. –Es bueno que quiera conocer la ciudad, espero no la haya abrumado el ir y venir de la gente; el tráfico que está para morirse, la suciedad en que se encuentra, en fin... A mi edad todo me parece de locos. ¡Y para morirse, lo apabullante que es nuestro México! –Para nada. Me ha encantado venir y de verdad espero poder regresar pronto a esta “jungla de asfalto”, como ustedes los chilangos la llaman. –Espero no se arrepienta de su decisión señorita, pero en fin, si me permite el atrevimiento, ¿ya le habían dicho a usted que posee unas manos exquisitas? Perdone si la ofendo pero no puedo resistir hacerle ese cumplido. –No me ofendo, al contrario, agradezco su amabilidad y cumplidos, porque de verdad nadie antes lo había notado, ni yo misma las considero extraordinarias. Me sirven para escribir y hacer mis labores, pero no las veo más diferentes que las de cualquier otro. –Claro que no señorita…por cierto nunca me dijo su nombre. –Clara, mi nombre es Clara. –Mi nombre es Alberto para servirle. –Lo sé don Alberto, ya me habían dicho su nombre cuando lo recomendaron. –Debí suponerlo, aquí en el barrio todos nos conocemos, pero regresando al tema señorita Clara, creo que posee unas manos extraordinarias, que en algún momento de su vida le han servido de herramienta para realizar las cosas más bellas. Con una sonrisa en el rostro respondió -Claro que no. Bueno, ahora que lo pienso, fueron estas manos las que una vez trajeron vida al mundo. Yo era muy pequeña, tendría unos 10 años cuando mi mamá entró en labor de parto y nos encontrábamos en el auto. Mi papá conducía rápidamente para llegar al hospital, mientras que mi mamá, daba unos gritos horribles, que bien podían haberle roto el tímpano a alguien. Yo estaba muy nerviosa, lloraba al compás de mi madre y ambas en la parte trasera del auto, tuvimos que improvisar con unas toallas y unos cuantos suéteres para traer al mundo a mi hermana. Recuerdo que cuando la tuve en mis manos, supe que nada malo podía pasar ya, sentí tanta paz y amor por aquella pequeña que ahora es toda una señorita. –Traer una vida al mundo, qué cosa tan maravillosa y mágica, eso la hace a usted diferente ¿lo sabe? No cualquiera puede darse el lujo de presumir tal hazaña. Verá, para mí ese tipo de personas que saben hacer un buen uso de sus manos son muy especiales, son hasta cierto punto mágicas, con ángel las llamaría yo. Para mí, las manos son el instrumento que la vida nos dio para crear y transformar al mundo, es por ello que tengo gran afecto por tan bellas extremidades. –Nunca había oído hablar a alguien así sobre una parte del cuerpo humano, ni siquiera a un médico que tiene fascinación por el estudio de la anatomía…pero en fin ¿qué tal va la pintura?, espero no estar interrumpiendo con mis historias de vida. Empecé a notar su nerviosismo, supe que debía ocultar mi entusiasmo por sus delicadas y suaves manos. Supe que era el momento preciso para mostrarle mi obra, para que supiera que personas como ella, con tales manos, tienen un propósito más allá en este mundo. –Claro que no interrumpe señorita, al contrario, hace ameno mi trabajo, del cual espero quede gustosa, pues he terminado. – ¿De verdad? –Exclamó con entusiasmo- ¡quiero verlo, debe ser usted todo un genio al terminar en tan corto tiempo! –No me alabe tanto jovencita, sólo hago mi trabajo, pero antes de que se lo muestre, me gustaría enseñarle unos cuadros que guardo para mi colección personal, mientras le invito una taza de té, si no le molesta, sólo para despedirla antes de su viaje. –¡Oh! Bueno… claro, será un placer –expresó con sorpresa y extrañeza. La conduje hasta un pequeño estudio de trabajo que tengo en casa, atravesamos la pequeña sala para llegar a él y le pedí tomara asiento mientras traía el té. –Toma jovencita, espero esté bien de azúcar, a mi no me permiten beberlo muy dulce por mi salud, ya sabe, a los viejos ahora nos prohíben todo. –No se preocupe, está perfecto para mí. Ahora, ¿dónde están sus obras? me gustaría verlas aunque rápidamente, pues no quiero perder el avión. Entramos a la habitación poco iluminada y un poco empolvada por el tiempo, los cuadros se asomaban a lo lejos, mientras que unos estantes enormes aparecían a nuestro paso, sobre los cuales algunos frascos se asomaban. Al principio ella miraba fascinada, luego su mirada cambió, su rostro se paralizó y con violencia, arrojó la taza de té al suelo. – ¿Pero qué es esto? -gritó con vehemencia-. ¿Quién es usted? ¿Cómo puede cometer tal horror? De pronto nos encontramos rodeados de frascos de formol, cuyo contenido causó la repulsión y el horror de Clara. Las manos más exquisitas que había logrado pintar, se encontraban dentro, desde las más jóvenes hasta las más viejas, que aun dejaban ver sus arrugas bien marcadas a través de los frascos de cristal. – ¿Qué diablos hace usted? –Gritó con un alarido hiriente, intentó correr pero de pronto se desvaneció en el suelo-. Aun en el suelo, Clara intentaba huir de mí, se arrastraba con las pocas fuerzas que tenía, y entre susurros desesperados intentaba pedir ayuda. –No te molestes pequeña, no podrás levantarte, no te esfuerces ni maltrates esas hermosas manos que tienes. El té que bebiste no sólo era agua con un poco de hierbas de olor, era un poderoso sedante que hará que tu cuerpo se inmovilice hasta que poco a poco tu corazón se detenga mi niña, pero ahora estarás a salvo conmigo, el tesoro que tienes en tus brazos, vivirá por siempre como todos estos que ves aquí. Cuando su corazón dejó de latir, supe que ella siempre viviría aquí, entre mi tesoro de las manos más magnificas que han existido. Ahora mientras trabajo en algún paisaje para mandarlo a la galería, miro su pintura, bello cuerpo sin rostro donde resaltan sus hermosas y delicadas manos que ahora ya no le pertenecen a ella, sino a mi hermosa colección.

miércoles, 2 de mayo de 2012

17 años y un puente


Se encontraron a las 6 de la tarde, según lo acordado. Se tomaron de la mano y ella no resistió las ganas de lanzarse a su cuello. Lo abrazo con miedo, con admiración. Él le besó la frente. La envolvió con sus brazos. También tenía miedo. Caminaron hacia el cruce de la avenida Fidel Velázquez, dando la espalda a las tiendas de autoservicio, callados, jugando con las falanges y bailando con las muñecas. Se detuvieron en el puesto de postres frente a mi edificio, juntaron algo de su dinero y compraron una orden de plátanos machos fritos con leche condensada, mermelada de fresa y confitería de chocolate. Se sentaron en los escalones y comieron en silencio, hasta que ella lo rompió con una risa discreta. Él volteo a verla y sonrió, para después acurrucar la cabeza sobre su hombro.
Se pusieron de pie y depositaron el plato de unicel en un improvisado bote de basura. Él miro a su alrededor y vio con rencor al policía que vigilaba desde la tienda de crédito amarilla. “Juan”, le dijo ella al tiempo que le daba un codazo. Frente a ellos pasaba una camioneta blindada del Ejército. Por supuesto eso no era algo nuevo. Quienes crecimos aquí sabemos que es sitio de tránsito para los militares rumbo a los cuarteles; no así de la Marina, que poco a poco iba haciendo cotidiana su presencia en los alrededores, pero a Luisa, con sus 17 años, todos le daban miedo. Como un acto instintivo, cerró el segundo botón en orden descendente de su blusa blanca escolar.
Entonces corrieron rumbo al puente azul, el que durante mi infancia siempre fue amarillo, y subieron brincando de dos en dos los escalones. Ella tomó la delantera y se detuvo en el centro. Imaginó que los custodiaba la luz de la luna, aunque en realidad se tratara de los anuncios espectaculares que se colocaron 6 años antes, cuando el precandidato a la presidencia que ahora sonreía en ellos, era apenas candidato a la gubernatura de Puebla. Juan le tomó la cintura y ella lo permitió y colocó su peso en la punta de sus pies para alcanzar su boca. Luisa ingresó sus dedos entre el cabello de él, y comenzó a morder en un puro acto transgresor, después, buscó con su lengua las palabras que no habían dicho. Abajo el policía de la tienda departamental hablaba por radio; ellos ya lo sabían. Sabían también que se acercaban por lo menos dos policías más.
Ella apretó su cuerpo contra el de él. Lo llevo al barandal y Juan tuvo que hacer un esfuerzo para librar el vértigo. Con cada movimiento de sus labios su cuerpo se acercaba con mayor intensidad. Sus senos ya no se separaban del pecho de él, ropa de por medio. Con su mano, condujo la de él bajo su cadera, rozando el cierre de su falda, en donde solo un centímetro lo separaría de un delito mayor.  Él la subió por debajo de la blusa desfajada y acaricio la curva de su espalda baja. Ella sintió la dureza debajo del pantalón y el aire le fue insuficiente. Entonces, temblando por la excitación escucharon el par de botas aún lejanas. Conocían bien los cargos.
Respiraron una vez profundamente y salieron corriendo, casi topándose con los policías en el primer escalón del puente. Doblaron a la izquierda y en diagonal fueron internándose por  los laberintos de La Margarita, pero antes, un golpe seco reventó la carne de Juan  a la altura del omoplato derecho; el policía le había arrojado el tolete, pero no pudo detener su carrera.  Corriendo juntos, encontraron un zaguán abierto y entraron a uno de los cientos de edificios blancos. Tratando de guardar silencio llegaron a la azotea y ella notó la mancha de sangre en la playera negra de Juan, con un estampado del rostro de Camila Vallejo.
Luisa reviso la herida. Afortunadamente no era grave. Pero había que limpiarla. Dolía. También afortunadamente, la playera era oscura y la sangre se disimulaba. Ella se alegró y lo abrazo con alivio. Esos días, todo era intenso. Las alegrías eran todas como salvar la vida. Las tristezas como de muerte. Y todo el miedo era pánico.
Juan la abrazo con fuerza y volvió a meter las manos bajo su blusa. Hizo cuentas mentales. No imaginó que Luisa ya las había hecho y sugirió antes que él: un motel.  Restarían dinero para las provisiones, pero ya lo solucionarían. De cualquier forma tenían que buscar una farmacia y un lugar discreto donde limpiar las heridas. Pocos lugares tan discretos como los tugurios y los moteles. Además, sabían que pronto alguien subiría. Tenían que irse rápido, así que se escabulleron hasta el zaguán y trataron de pasar desapercibidos entre los andadores. Se separaron y ella hizo escala en una farmacia, para comprar alcohol y gasas. Como escondidos tras el mostrador, vio las cajas de condones y lamentó no poder comprarlos. No tenía Cedula de Identidad.
Se rencontraron a un par de calles del motel. Esperaron a que el tráfico disminuyera y entraron caminando lo más tranquilos que pudieron. Conocían también la rutina. El oficial en la entrada pidió sus credenciales. Naturalmente, no podían pasar. Luisa por sus 17 y Juan, a pesar de ser mayor de edad, aún no contaba con los 21 años necesarios por ley para entrar a moteles.  De todas formas él pagó los 150 pesos que permitían la entrada a la peor de las habitaciones, 50 pesos por dos condones, de los que antes repartía el Seguro Social y 200 pesos más que garantizaban que el guardia los dejaría pasar. A Luisa le dolía la cabeza de sólo pensar en la palabra soborno, pero no había de otra.
En la habitación, Juan se desnudo y se sentó en una silla solitaria dentro de la regadera. Giraron la llave que dio paso al agua fría –no había otra- y ella lavó la herida con un Rosa Venus pequeño. Mientras ella limpiaba, él le desabotono la blusa, bajó el cierre de la falda, y le acarició los muslos. Ella terminó de desvestirse y sin cerrar la corriente de la regadera se sentó sobre él e hicieron el amor, cuidando no lastimar la carne a la altura del omoplato.
De la regadera pasaron a la cama y mientras él se acostaba boca abajo, ella puso la gasa sobre el lugar del toletazo.  Luego recorrió su piel, le pidió que girara el cuerpo y se tendió sobre él pidiendo un abrazo que no tardo dos segundos en llegar.
Al salir, caminaron un par de calles rumbo a la parada del microbús y se dirigieron a casa de ella, más allá de la jodida unidad habitacional de Juan. En el camino localizaron a Alejandra y Fabián, que ayudaban a Luisa en sus escapes, y se vieron afuera de su puerta, donde los segundos le devolvieron su mochila y suéter.
Acordaron la hora en que se verían al día siguiente y con un beso se despidieron. Ella entro en la casa de tres pisos en el cerro de La Calera, desde donde se veía buena parte de la ciudad. Adentro, con la discreción de una niña bien educada, robó una buena cantidad de billetes que garantizarían que al día siguiente sus recursos no serían reducidos y no afectarían su hambre. Ya después vendría el castigo, pero eso le importaba un bledo.
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A las 7:00 am, una tonada musical rustica de Violeta Parra en el celular de la menor de edad anunciaba que Juan estaba afuera de la casa. Ella salió guardando silencio, aunque a esa hora papá ya estaba en el trabajo y mamá había salido para dejar a Ramiro en la secundaria.
Se tomaron de la mano y bajaron hasta ver la calle donde tomarían el camión con dirección a la CAPU. Pagaron los 24 pesos de rigor -12 por cabeza- y tomaron asiento delante de unas ancianas que charlaban de política con la mayor con la que un ciudadano puede hacerlo. A Luisa le chocó escucharlas.
Él sacó del bolsillo de la sudadera un par de tortas de jamón con frijoles y sin queso. Ella sacó de su bolsa un par de botellitas de yogurt de arándanos ligth y desayunaron en silencio. Queriendo decir mucho, sabiendo que no podían.  Finalmente, el camión entró a la terminal y abrió sus puertas. Las piernas de Luisa temblaban. Los brazos de Juan también.
Se dirigieron por separado a la taquilla. Cada quién compró un boleto, ante la mirada desconfiada de los policías. A ella se lo vendieron enseguida, después de mostrar su credencial de estudiante (ese nombre, esa escuela. No podía ser sospechosa). A él no.  Lo cuestionaron sobre el porqué se dirigía al Distrito. Su edad. Su Cedula. Finalmente pudo comprarlo. Pagó 350 pesos. 150 por el boleto y 200 para sobornar al de la taquilla. En el andén lo revisaron con una minuciosidad que envidió Luisa. Y a ella la dejaron ingresar con solo pasar bajo el detector de metales.
Ambos suspiraron y limpiaron el sudor de sus frentes cuando por fin tomaron su lugar en el camión. Cuando avanzó, ella le besó la frente. Desde la ventanilla, ambos vieron como en las afueras de la terminal, otros jóvenes rabiaban por no haber conseguido abordar el camión Puebla-Distrito Federal.
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Una vez que pisaron el DF, se sintieron seguros. Un contingente de motos y algunos camiones esperaban a los jóvenes que en la TAPO, Tasqueña y Terminal del Norte, llegaban a la capital federal de México.  Rafael Moreno, el precandidato oficial, denunciaba por televisión que ese transporte era financiado por el candidato de izquierda, Miguel Mancera y todo el aparato gubernamental del Distrito.
Mónica y Fernando, amigos de Juan, ya los esperaban en TAPO. Los condujeron a uno de los camiones que ya lucía a la mitad de su cupo. Arriba, se sintieron libres y se besaron con la intensidad de quien lleva tres horas reprimiendo un beso.  Por fin pudieron hablar. Y hablaron. Hablaron del miedo. Contaron su vía crucis a los compañeros alrededor de ellos. Mentaron madres. El camión se iba llenando y cuando avanzó, los jóvenes ocupaban todo el pasillo, como en un vagón de metro, pero felices. Es decir, mitad felices, mitad rabiosos.
Mónica cambió la estación de radio  y encontró el noticiario de Joaquín. En exclusiva, la presidenta de la republica opinaba… más bien, agredía a los estudiantes que ese día se congregarían rumbo al Palacio de Gobierno.
“¿Respecto a los estudiantes que debo decir? Son unos inmaduros que no saben nada sobre bienestar. Ignorantes, eso es lo que son. Ignoran que desde que la iniciativa privada está presente en la educación, el país ha vivido un periodo de estabilidad que no se gozaba desde los tiempos del milagro mexicano”.
“Por supuesto, son muy chicos. No deben recordar la mala calidad que tenían las escuelas cuando la educación era gratuita. Y que decir de las universidades. Universidades es un decir. Esos chiqueros en manos de mafias que se disputaban los impuestos. Deberían preguntar a sus papás como había asesinatos por el control de la U de G, como el nepotismo dominaba en la de Tlaxcala”.
“No figurábamos en los estándares internacionales. Por supuesto lo hacíamos pero con el Tec y la de las Américas, acaso con la UNAM, pero tú sabes Joaquín, tu recuerdas la huelga de la UNAM, la universidad más grande en esos tiempos ¡era un mostro! Pero ellos no tienen memoria. Prevalece la ignorancia”.
Como dolió esa última palabra. A la altura del esternón, Juan sintió un golpe de rabia que la mayor parte de quienes viajaban en ese camión también sintió.
“Maldita”, pensó Juan y recordó lo mucho que lucho para conseguir el crédito de educación superior que al final tuvo que rechazar, porque aun con él, el dinero era insuficiente. El camión estalló en reclamos que ningún funcionario oiría. No todavía.
Alrededor de las 12 del día, arribaron al monumento de la revolución. Faltaban tres horas para la marcha. Rondando como zopilotes, ya podían verse los helicópteros de la policía. Desde abajo eran abucheados por una cantidad considerable de estudiantes que crecía exponencialmente. Efectivamente, los jóvenes pueden volverse un mostro.
Mientras esperaban el inicio de la protesta, comenzaron a protestar como sólo ellos sabían. Se besaron con intensidad, sin que la policía los interrumpiera. Bailaron pegando sus cuerpos. Y finalmente bailaron con toda la alegría reprimida. Hubo cumbias, salsa, rap, rock. Muchos de los manifestantes eran músicos. Todos cantaban, bailaban, tocaban, se besaban, se abrazaban. 
A las tres de la tarde, todo se había salido de la imaginación de los organizadores. Los jóvenes –pese a las previsiones que los gobernadores impusieron en los estados y carreteras- eran una multitud innumerable. Del monumento se extendían hacía el Ángel de la Independencia.  Como si la selección hubiera ganado el mundial. O peor.
Tres y media el contingente comenzó a avanzar de manera dificultosa. A veces chocando contra sí mismo.  Avanzaron por Juárez y bloquearon el eje. Decidieron no pasar por Madero. En su lugar tomaron Donceles y se dio el primer altercado con un grupo de policías que tuvo que huir, por el número de estudiantes.
En la plancha del zócalo se encontraba el Ejército  y toda la policía federal. Al menos eso parecía. Por las noticias que se tenían, se habían contratado un buen numero de policías en las últimas semanas. Pero sabían que el mayor riesgo no eran ellos. Eran los reventadores que se habían infiltrado entre los estudiantes.
Conteniendo todo su enojo, los jóvenes, estudiantes y excluidos del sistema educativo, aspirantes, guardaron compostura y comenzaron a gritar al unísono las consignas planeadas. “¡Educación para todos!”. “Fuera la derecha”. “Queremos estudiar”. “Otro sistema”.
El rugido era tenebroso. Estremecía el frágil primer cuadro de la ciudad. Ahora, la policía tenía miedo. Entre la muchedumbre alguien soltó el primer balazo: era un reventador. Presa del pánico, se reventó la cabeza.
En las cámaras, la alta y la baja, el tema empezaba a discutirse. La movilización había tenido más fuerza de la que nadie pudo imaginar. La televisión trataba de dar una impresión más ligera de lo que pasaba, pero la transmisión en vivo vía internet los delataba. En millones de hogares la gente seguía lo que pasaba en la capital, temiendo estar ante un holocausto de dimensiones mucho mayores a los del Tlatelolco priista. Miles de padres de familia enviaban mensajes desesperados a la Secretaría de Gobernación, donde Medina Plasencia estaba al borde del colapso.
El exgobernador de Guanajuato estaba a cargo del asunto. De Josefina no se sabía nada desde su aparición en radio. Desde Bucareli , se dio la orden de no actuar, que acataron las policías y los militares. Medina prometía dialogo y los presidentes de la Cámara de Diputados, Manlio Fabio Beltrones; y de la de Senadores, Alonso Lujambio, estaban en camino para reunirse con ellos.   
Los grandes momentos inician con silencios. La multitud calló para escuchar a los líderes juveniles. De pronto, todo se volvió alegría. Era muy temprano para hablar de triunfos, pero los manifestantes sintieron el escalofrío de quien logra lo imposible.
Entonces paso lo que nadie esperaba. Un grupo de policías novatos, de los recién contratados para la federal, atacó a un sector de los manifestantes. No estaban uniformados y se encontraban entre la gente. Algunos balazos, golpes de macana y los jóvenes pudieron contenerlos. Uno de los golpes sorprendió a un excluido en busca de una oportunidad que festejaba con un beso, le pegó en el omoplato derecho, abriendo una herida reciente y tirando lo al piso.  Otro golpe logró desmayar a la joven que recibía el beso. La contusión era grave. Los balazos dejaron tendidos al menos a 15 más.
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Al día siguiente, los periódicos, con su sensacionalismo manipulador, publicaban: “Manifestación  deja 7 muertos: Hija de legislador Pablo Rivera entre ellos”.  Era la heroína perfecta. El emblema.
Otra movilización, más pequeña, pero con otros tantos miles en ropas blancas, se movían por las calles de la ciudad de Puebla, pasando por el puente azul de la Fidel Velázquez. La encabezaba un joven llorando de forma incontenible.  Al frente, una gran manta lanzaba: “Por Luisa Rivera. Ni uno más”, y debajo de ese mensaje, uno menos visible que sinceraba: “siempre te amaré: Juan”.