Son alrededor de las 10 de la noche. Recibo una llamada desde Monterrey. Contesto. Al fondo de la voz que llama se escucha un constante golpeteo, ruido como de trastes cayendo, como de fuegos artificiales estallando en el cielo. Las balas cesan en cosa de 10 minutos, después todo vuelve a la normalidad.
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Huir o arriesgar la vida. Es la disyuntiva a la que miles de familias mexicanas se enfrentan en el México actual. El panorama para muchos no podría ser peor. Para otros tantos, está empeorando. La encuestadora Parametría, de Francisco Abundis, publicó recién un doloroso estudio que afirma, entre 2010 y la primera mitad de 2011, al menos 700 mil personas han tenido que abandonar su hogar, su ciudad y su historia de vida para salvarse de la muerte.
Hay personas más y personas menos fuertes. Algunas que han decidido quedarse en su país, estado, colonia, y desde ahí luchar por fomentar y consolidar una cultura de paz que tarde o temprano cambie el día a día violento.
Algunos son más débiles, e impresionados por las constantes balaceras, narcobloqueos y granadazos huyen hacia ciudades donde puedan encontrar algo de paz.
Algunos son más fuertes, pero vencidos por las extorsiones, atentados, perseguidos por fuerzas delincuenciales y la corrupción de las fuerzas estatales y federales, y atemorizados –a veces lastimados- por la muerte de familiares y amigos, salen de Chihuahua, Monterrey, Tamaulipas, Acapulco o Michoacán a buscar la tranquilidad que quizás nunca hallen.
Otros, la mayoría, con debilidad o fortaleza se quedan por no tener más opción. Por no contar con los recursos que los lleven a mejor destino. Y entonces tratan de vivir lo mejor posible. Adaptarse a las reglas de seguridad y tratar de conservar la calma cuando afuera de un estadio de futbol, por ejemplo, estalla la balacera.
Lo que pasó en el Casino Royale no es tan sorprendente como fue trágico. Ni siquiera representa la primera gran tragedia, o el primer gran atentado… vaya, ni siquiera hablando de Monterrey. Es, más bien, un evento sintomático que dispara una reflexión dolorosísima. Si no pasa algo, esto seguirá creciendo. Sin límites.
Los intentos de ocultar la realidad de la violencia regiomontana fracasaron una y otra vez. En el Tec, dos muertos. Hace mes fueron más de 20 en el Sabino Gordo. Con total falta de pudor, esta vez fueron más de 50.
Nos enfrentamos a un sistema perverso. A un gobierno federal sin estrategia. Pero sobre todo a un ejército de sociópatas sin escrúpulos, pero con mucho armamento, disputando las plazas con los cárteles rivales y la vida con los militares.
Ahora Calderón anuncia que enviara a miles de efectivos a tierras de Nuevo León. La cosa pinta para ponerse peor.
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Las soluciones se vislumbran lejanas. Dicen los entendidos que siguiendo la ruta colombiana, nos quedan al menos 9 años de violencia. Y según esas teorías, lo peor está por venir. La delincuencia nos quita espacios, se expande. Ahora atrapan a un narcomenudista a unas calles de mi casa en Puebla, mientras afuera de mi facultad –en el Estado de México- hay redadas y está por aprobarse una ley de seguridad que protege a las instituciones y no a las personas. Esto está mal.
La pregunta es. Si en donde vives creciera la violencia y tuvieras oportunidad, ¿huirias?
Lo que es cierto, es que el gobierno tiene el deber de darnos opciones que vayan más allá de la trágica dicotomía de acostumbrarnos a la muerte, o huir antes que las balas nos alcancen.