Entre el calor, el enorme peso del organillo y el desprecio de mucha gente, Rogelio Méndez, organillero, preserva la tradición y asegura poseer el que tal vez sea el último organillo original de Puebla
Por Jorge Alonso Espíritu
En la esquina de la 18 sur y el Circuito Juan Pablo Segundo se escucha la música del Cielito lindo. No es el himno nacional, pero poco falta para que lo sea, pues el pueblo mexicano lo entona en comerciales de televisión y en estadios de futbol. Hoy, la música suena en un instrumento peculiar. Vestido de color caqui y girando una manivela, un hombre sostiene un organillo. Se trata de una tradición que se arraigó en México, aunque su origen es más bien europeo. En la actualidad, la tradición agoniza. En exclusiva, e-consulta se dio a la tarea de conversar con Rogelio Méndez quien trabaja el que tal vez sea el último organillo de las calles de Puebla
Porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones…
Aunque se trata de una vieja tradición, presente en la memoria del pueblo, en canciones y hasta en la cinematografía nacional, se calcula que a día de hoy la cantidad de organillos en el país no supera las cien unidades, distribuidas en puntos clave de la republica mexicana.
Puebla no es la excepción. Ataviado con el famoso uniforme que de manera fiel portan los organilleros, Rogelio Méndez recorre las calles de la ciudad, dando al aire un sentimiento de añoranza al recordarle las canciones con las que los abuelos, los papás y los hijos, se han formado una idea del México musical.
Al crucero de la colonia La Paz, donde nos cita, el cilindrero llega acompañado de su esposa, María del Carmen Soto y de su hijo, quién aprovechando que no tuvo clases quiso acompañar a sus padres. En el niño hay orgullo de saber que su papá, es el heredero de una añeja tradición que vincula diversos momentos de la historia, como la Revolución, la época de oro del cine nacional y la presidencia del General Plutarco Elías Calles, quién otorgo el favor gubernamental para que los organilleros pudieran trabajar de forma organizada en el país.
Rogelio confiesa que en gran medida, adoptó este trabajo por necesidad, pero en su plática se percibe el gusto por lo que hace, el amor por el instrumento y su fascinación por las canciones que de él emanan. Claro, nadie se podría dedicar a esto si no le gustaran estas canciones.
No hace falta que salga la luna pa' venirte a cantar mi canción…
El oficio del organillero es más difícil de lo que nos podemos imaginar. Lo primero es salir por la mañana, cargando la caja por los microbuses de la ciudad. A veces hay que transbordar por dos o tres rutas. El peso del instrumento es de aproximadamente 50 kilos, gramos más o gramos menos, lo mismo que una mujer mexicana que mida 1.60 o un hombre que mida metro y medio.
Al peso del cilindro hay que agregar el sol, que en horas hábiles cae inclemente sobre las calles de la capital poblana. Pero es mejor así, pues si comienza a llover el día laboral se termina.
El cansancio no es sólo para el que carga el cilindro. Los organilleros andan en pareja. Mientras uno gira la manivela, el otro pasa la gorra, lo que tampoco es un trabajo fácil, pues hay que recorrer unos cincuenta metros cada semáforo, ésto con el calor del día, termina por agotar.
Ya no quiso escucharme…
Pero sin lugar a dudas, lo peor para los organilleros, es el desprecio de la gente. Las personas, según cuenta Rogelio, son crueles. Suelen decirles que son unos flojos, que dejen de estar pidiendo dinero gratis y se pongan a trabajar. Algunos llegan a decirles groserías, cerrarles las ventanillas de los autos o arrimarles la gorra.
Pero lo que nunca olvidará es cuando una persona les mando a la policía por el cargo de desorden en la vía pública. Los oficiales se portaron correctamente, sólo conversaron con él y lo dejaron seguir “chambeando”. Y aunque sabe quién fue, prefiere no decirlo, a pesar de la insistencia del reportero. “Allá él. Que quede en su conciencia”.
Inmensa nostalgia invade mi pensamiento…
¿Qué comprarías con 200 mil pesos?
Si alguien tuviera ese dilema pensaría, principalmente en dos cosas: Una casa o un buen auto. Los precios de las agencias de estos últimos lo confirman, un buen auto, aunque algo modesto, ronda los 160-200 mil pesos.
Lo que es casi seguro, es que ninguno de nosotros pensaría en comprar un organillo. No una flota. Ni siquiera 2 o 3. Uno solo. Y es que el costo de este singular instrumento se ubica entre las cantidades mencionadas.
¿Por qué son tan caros? La respuesta es simple, aunque no convincente para todos.
La primera explicación es el origen y la edad. Importados desde Alemania, y con rollos confeccionados en Europa, estos instrumentos, de difícil y pesado transporte en esos años, se han convertido en piezas de colección de un periodo histórico ajeno, lo que eleva considerablemente el costo.
La segunda se explica por el concepto de marginalidad. La cantidad de organillos que existen. En la primera importación, hace unos 120 años, llegaron a la ciudad unos 250 instrumentos, hoy, sobreviven, se calcula, menos de 100, repartidos en unas cuantas ciudades, entre las que destaca el Distrito Federal, con casi el total de los instrumentos. Además se encuentran Monterrey, Tijuana, Guadalajara y Puebla.
A pesar de su elevado costo, en el mercado los organillos son elefantes blancos: no sirven para nada. Nadie quisiera comprar uno y pocos quisieran trabajarlo. Tal vez sea el motivo por el que es prácticamente imposible comprar uno. Un organillero, al menos en el DF, renta su instrumento de trabajo en unos 200 pesos al día, que tiene que pagar al dueño de los cilindros, le vaya bien o le vaya mal.
Afortunadamente para Rogelio, el organillo es propiedad de su hermano y no tiene que pagar una renta. Pero debe guardar para el mantenimiento, lo que significa otro problema, pues no hay quien pueda arreglarlos. Sólo el hermano de Rogelio le da mantenimiento básico. Un hombre chileno es quien lo arregla.
A esto hay que sumar la competencia desleal: Organillos piratas. Según Rogelio, Puebla está llena de éstos. Se trata de cajas con grabadoras que no pesan prácticamente nada y no suenan ni de lejos como uno original. Los organilleros piratas ni siquiera utilizan el uniforme caqui, que representa a Los Dorados de Pancho Villa. Giran la manivela como si fuera fácil y prácticamente pueden tocar cualquier canción, pues son grabaciones.
A donde ira, veloz y fatigada la golondrina que de aquí se va…
Pero hay personas que se dan cuenta. Que gustan de la música de un buen organillo. Que respetan el trabajo de Rogelio, que parece ser el último organillero en Puebla. Hay jóvenes que gustan de los cilindros, pero en su mayoría, los que se acercan son personas mayores.
Los ancianos disfrutan de reflexionar en torno a la tradición y muchas veces hablan con Rogelio para pedirle alguna de las canciones que toca: Las mañanitas, Ella, Las golondrinas, Canción mixteca, Amorcito Corazón o, entre otras, su favorita: Serenata sin luna. Y cuando esas personas lo oyen, se van más contentas, porque esas canciones hablan de un México que cada vez está menos presente. Un país que se va. Como Rogelio y su esposa, que hoy se van de este crucero, pero que mañana estarán en San Manuel, o en el Centro, o en algún otro lugar de esta ciudad de Puebla.
Pero aunque se vayan, en el aire, y en más de uno, quedara alguna nostálgica melodía, repitiéndose como verdad: “Canta y no llores. Porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones.”
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