Uno piensa al principio que son los brazos… mantener el manubrio ni tan a la izquierda, ni tan a la derecha, mantener el equilibrio con las manos. Pero luego uno conduce sin sostener los puños de la bicicleta. Debe ser por aquello de que el equilibrio está en el oído.
Aprendía conducir la bicicleta cuando era niño. No recuerdo exactamente a que edad. Teníamos -mis hermanos y yo- una bicicleta azul con llantas de esas que no se ponchan, pero que tampoco sirven mucho para andar en la calle. Me enseñó papá.
Papá es un necio que siempre lo ha sido. Un día hace unos 20 años, tuvo un accidente cuando laboraba en la extinta –fusionada, para ser exactos- HYLSA. El resultado fue poco alentador: fractura de columna y discapacidad de por vida. En dos cosas erraron los doctores. La primera, suponer que mi padre les haría caso. La segunda, que no volvería a caminar como la gente normal.
Papá tiene un taller de reparación de electrodomésticos. También tenía, teníamos (aunque eso fue después de la azul) un par de bicicletas. Él salía al trabajo montado en bici, cargaba herramienta en un maletín que se cruzaba del hombro a la cadera y sostenía motores en el cuadro. A veces nos llevaba en los diablitos, mientras soñaba que algún día alguno de sus hijos heredaría el taller y el talento necesario para hacer embobinados y resolver desperfectos que ningún otro maestro podía (sus sueños más atrevidos situaban a su descendencia sirviendo en la marina o en las fuerzas militares).
Pero Alma se graduó en psicología educativa, Miguel se metió al Instituto de Artes Visuales y yo decidí ser comunicólogo y periodista. Lo que sí le aprendimos -tal vez lo superamos-, al menos los hombres, fue en aquello de la pedaleada. Las bicicletas que usaba papá ya no las tenemos. Ahora tenemos otras compañeras. La más veterana es la mía y sin estar al 100 mecánicamente, ha recorrido casi todas las colonias de Puebla. A veces cuando salimos en familia al mismo lugar, papá conduce el vocho blanco, mientras yo lo sigo, o me adelanto, en mi bici verde.
Vivo en el cuarto piso desde que nací. Llegar a mi casa significa echarse la bicicleta al hombro y subir las escaleras cargando el vehículo. No soy bueno calculando pesos, pero el de una rodada 26 debe ser considerable para alguien que pesa 50 kg. No me parece gravoso. Cuando era niño, mamá me ayudaba a cargarla. Hoy parece no pesar. Cosas de la costumbre y la maña.
La maña sirve para evitar el dolor. Supongo que cuando se aprende a conducir un auto es similar. Uno se equivoca, tiene miedo, se estresa un poco. Cuando los bebes empiezan a caminar pasa. En la bicicleta te caes, te golpeas, tal vez lloras, pero luego se vuelve un acto casi natural. Te dejas de preocupar por mantener el equilibrio, pero de vez en cuando lo vuelves a perder por el bache que no viste, por ir pensando en babosadas, por voltear a ver un par de piernas o por el perro que ingrato se lanza contra la llanta de adelante. Pero bueno, la vida entera consiste en mantener el equilibrio. ¿Qué no?
La bicicleta es una alegoría de la vida, ya lo dijo Einstein. En ambas, siempre recordamos más las caídas, los golpes. En las pláticas con amigos siempre contamos los infortunios, pero lo que vale la pena, son los buenos recorridos.
Aprendía conducir la bicicleta cuando era niño. No recuerdo exactamente a que edad. Teníamos -mis hermanos y yo- una bicicleta azul con llantas de esas que no se ponchan, pero que tampoco sirven mucho para andar en la calle. Me enseñó papá.
Papá es un necio que siempre lo ha sido. Un día hace unos 20 años, tuvo un accidente cuando laboraba en la extinta –fusionada, para ser exactos- HYLSA. El resultado fue poco alentador: fractura de columna y discapacidad de por vida. En dos cosas erraron los doctores. La primera, suponer que mi padre les haría caso. La segunda, que no volvería a caminar como la gente normal.
Papá tiene un taller de reparación de electrodomésticos. También tenía, teníamos (aunque eso fue después de la azul) un par de bicicletas. Él salía al trabajo montado en bici, cargaba herramienta en un maletín que se cruzaba del hombro a la cadera y sostenía motores en el cuadro. A veces nos llevaba en los diablitos, mientras soñaba que algún día alguno de sus hijos heredaría el taller y el talento necesario para hacer embobinados y resolver desperfectos que ningún otro maestro podía (sus sueños más atrevidos situaban a su descendencia sirviendo en la marina o en las fuerzas militares).
Pero Alma se graduó en psicología educativa, Miguel se metió al Instituto de Artes Visuales y yo decidí ser comunicólogo y periodista. Lo que sí le aprendimos -tal vez lo superamos-, al menos los hombres, fue en aquello de la pedaleada. Las bicicletas que usaba papá ya no las tenemos. Ahora tenemos otras compañeras. La más veterana es la mía y sin estar al 100 mecánicamente, ha recorrido casi todas las colonias de Puebla. A veces cuando salimos en familia al mismo lugar, papá conduce el vocho blanco, mientras yo lo sigo, o me adelanto, en mi bici verde.
Vivo en el cuarto piso desde que nací. Llegar a mi casa significa echarse la bicicleta al hombro y subir las escaleras cargando el vehículo. No soy bueno calculando pesos, pero el de una rodada 26 debe ser considerable para alguien que pesa 50 kg. No me parece gravoso. Cuando era niño, mamá me ayudaba a cargarla. Hoy parece no pesar. Cosas de la costumbre y la maña.
La maña sirve para evitar el dolor. Supongo que cuando se aprende a conducir un auto es similar. Uno se equivoca, tiene miedo, se estresa un poco. Cuando los bebes empiezan a caminar pasa. En la bicicleta te caes, te golpeas, tal vez lloras, pero luego se vuelve un acto casi natural. Te dejas de preocupar por mantener el equilibrio, pero de vez en cuando lo vuelves a perder por el bache que no viste, por ir pensando en babosadas, por voltear a ver un par de piernas o por el perro que ingrato se lanza contra la llanta de adelante. Pero bueno, la vida entera consiste en mantener el equilibrio. ¿Qué no?
La bicicleta es una alegoría de la vida, ya lo dijo Einstein. En ambas, siempre recordamos más las caídas, los golpes. En las pláticas con amigos siempre contamos los infortunios, pero lo que vale la pena, son los buenos recorridos.
1 comentario:
Excelente!
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