Los que usamos la bicicleta como medio de transporte habitual nos sabemos de memoria los estribillos. ¡Bicicleta! Y no te da miedo. Aquí los coches matan. Esta ciudad no está pensada para ciclistas. No, si los coches manejan como locos. ¡Es muy peligroso! Te presto para el camión. Son algunas de las frases que bienintencionadas personas nos lanzan en cuanto mencionamos que llegamos en bici. O que nos vamos en ella.
La verdad, pero que quede entre nos, es que a veces si da algo de miedo.
Es como un sexto sentido. Vas rodando por una calle cualquiera. Los coches toman el carril de rebase. De pronto aprietas los puños, hechas el cuerpo ligeramente hacia adelante, aseguras los pies en los pedales. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos. Claxon. Entre pitidos y mentadas de madre un auto pasa a escasos centímetros, casi rozando el manubrio y casi lanzándote hacia la acera. A veces, cuando el auto va a pasar demasiado cerca, ese mismo sexto sentido te hace moverte. En ambos casos, prometes no posponer más la compra de un buen retrovisor, que en caso de mala fe tampoco servirá taaaanto. El corazón palpita más rápido, como si hubieras subido una cuesta. Se trata de una mezcla de enojo y miedo.
Tampoco es que pase siempre. Ni siquiera la mayoría de las veces. Pero sucede.
Tenía redactados al menos tres capítulos de las lecciones cuando una buena amiga quiso aprender a andar en bici. Su novio la sujetaba mientras ella se montaba y se preparaba para el natural primer fracaso. Entonces viene la pregunta: ¿Tienes algún consejo?... Nop. La verdad es que no tuve ninguno.
Alguna vez leí un texto que analogaba la vida con la bicicleta. Básicamente usaba la figura de dos ruedas para decir que no hay recetas. No puedes decir que hay un “cómo” para aprender a andar en bici. Técnicamente las instrucciones son: “Colócate en el asiento, sujeta el manubrio, pon los dedos en los frenos y los pies en el pedal y aplica fuerza hacia delante alternadamente en cada pié. Avanza y conserva el equilibrio”. Pero eso, cuando te enfrentas a tu primera vez en bicicleta, no significa nada. No puedes decir eso y luego mandar a tu amigo novato a pedalear en Insurgentes, en Atlixcayotl o en Garza Sada. (El texto -perdido entre miles de lecturas- recuerdo vagamente se encontraba en “Las cartas que no llegaron” de Mauricio Rosencof. Si me equivoco, pido una disculpa, pero igual recomiendo el libro) ¿Alguien ha visto alguna vez un manual para aprender a andar en bici?
La verdad, ahora lo entiendo -y tuve que cambiar el capítulo 2-, sí hay un primer consejo: que no te domine el miedo. Cuando somos niños todo nos da miedo. Pero a todo nos atrevemos. Tal vez sea por eso que casi todos los que pedaleamos lo aprendimos de infantes.
Casi todos aprendimos de la misma forma. Alguien sujetaba la bicicleta a la que le acababan de quitar las dos llantitas de apoyo. Creíamos que no podíamos. Éramos tan pequeños y las bicis tan ligeras, que nos podían sostener. Y teníamos miedo, no nos creíamos muy capaces, pero la mano del que nos enseñaba nos daba tanta seguridad que de pronto nos soltaban y sin darnos cuenta lo estábamos haciendo solos. Pero nos percatábamos de que ya no había mano y ¡golpe! caíamos, o quedábamos a punto de. Es como la historia de Jesús y Pedro. De pronto el apóstol se percataba de que estaba venciendo la lógica, de que tal vez no debería estar haciendo lo que hacía y vámonos… se empieza a hundir.
En el caso de muchos, una caída dolorosa, un choque traumático o el hecho de saber que alguien los engaño, es suficiente para nunca más volver a intentarlo. La verdad los compadezco. He pasado tantos buenos momentos pedaleando que no me imagino una vida condenado al encierro de un automóvil o el del transporte público.
No se trata de perder el miedo. Se trata de hacer algo con él. Es como el primer beso. Te tiemblan las manos y las piernas. El corazón late como siguiendo el ritmo de Misión Imposible. Te mueres de miedo. Pero la/lo besas. Suele ser un beso horrible, en ocasiones infame, pero nunca se te ocurre que por eso, no vas a volver a besar. Las satisfacciones venideras son ampliamente mayores.
¿Cómo no sentir miedo cuando competimos con una mole de metal que circula casi siempre a exceso de velocidad y pesa más que toda nuestra familia nuclear junta(y vaya que la mía es grande)? ¿Cómo no sentir miedo del escandalo de un automovilista pitandole como desquiciado al ligero zumbido de las llantas girando sobre asfalto en el eje de una bicicleta? La verdad es que si da miedo. Pero renunciar al derecho humano del transito, de la salud, de la dignidad, al supremo derecho de la vida, al menos a mí, me da más miedo.
Prefiero echarme ese miedo encima y luego liberarlo en los pedales, como cuando te liberas del miedo de decirle a alguien “te amo”
1 comentario:
Al estar aprendiendo (aun sigo en ello) el miedo de caerme o lastimarme sí pasó por mi mente varias veces (creo que pasó a ser secundario cuando comencé a pegarme en las piernas con los pedales y el asiento hizo de las suyas, lo que me dolió por varios días) mas siento que son más mis ganas de aprender a andar, pues no pude, no recuerdo el por qué, cuando era pequeña.
Me gustó mucho tu artículo, espero más para aplicarlos directamente!
Mejoraré mi pedaleo y andaremos cuando vengas :) Tal vez cuando aprenda bien, consiga ya una propia y me enfile a Garza Sada porque sí, se escucha y se ve mejor la liberación que tienen los ciclistas!
Publicar un comentario