Es como entrar al agua. Las manos
penetrando en la superficie, los brazos abriendo una puerta, el líquido
cortando el paso del estrépito cotidiano, limitante. El liquido envolviendo.
Cierras los ojos y el aire
incrementa la densidad. El cuerpo se vuelve inestable una vez sumergido. Pero
respiras. Yo respiro y aspiro el conglomerado de aromas que es tu aroma;
hormonas, bosque, fruta, perfume, restos de desodorante, calor, viento, nubes.
Me dejo caer y emerges, estirando
los músculos, expandiendo la visión hacia la totalidad del techo, de las copas
de los árboles morados que depuran el carbono del foco. Emerges y flotas. Tu
cuerpo, tu ropa flota contigo.
Beso tus pantorrillas y acaricio
tus espinillas por encima de tus mallones negros, lisos, luminosos. Sonríes
arriba del agua mientras tus piernas juegan debajo. Tu cabello se extiende
cargándose de la energía del conductor universal y mientras tus pies se vuelven
contorsionistas, terminando de liberarse del calzado, salivas y la curva de tus
labios se ensancha.
Pataleas en arrítmicos
movimientos, braceas y llevas tus extremidades a juntarse. Alcanzas tu cintura,
tu cadera y bajas, con los mallones en las manos, enrollándolos y
desenrollándote. Mueves el agua, produces ondas. El agua de pronto vibra. Sube
la marea, pero el movimiento no es tuyo. Hay ruido. Estrépito. Temo. Emerjo y
tú me buscas, me abrazas y me arrullas como a un niño.
Afuera del departamento, pasó un
camión de carga. Retumbaron las paredes, se estremecieron las ventanas. Los
cristales, frágiles como hojas secas. Frágiles como el cuerpo humano. Como el
sistema nervioso. Como los huesos.
Temo estar contigo. Me da pánico
tu desnudez como me aterra el estrépito de los motores. Pero tu pierna es espada.
Tus rodillas son escudo que cubre mi tronco. La tela de tu ropa, la tierra
donde se filtra tu sudor, y donde creo mi trinchera. Un lugar sereno donde los
latidos de mi corazón se estabilizan. Donde recupero el habla.
El sillón es pastizal. Lo sabes y
por ello te deshaces de los cojines sobrantes. Los tres más grandes van a dar
al suelo, dos de los pequeños te sirven como el desnivel de tierra y raíces donde
descansa tu cuello y aproximas el resto al lugar donde descansaran tus pies
después del éxtasis.
Cantas la canción de cuna:
Coyotito del monte, cansado de tu penar, bebe agua de este río, termina de
llorar…
Concluyes la tonada y respiras.
Dejas de abrazarme y levantas mi cabeza. Me muestras tus manos delgadas,
pequeñas, recias; te acaricias los pechos por sobre tu ropa y cierras los ojos,
por puro instinto, por naturaleza, la misma que te hace apartarme cuanto puedes
apartarme en este mueble, para abrir las piernas en toda su extensión, para
invitarme, para antojarme.
Cumplido tu propósito, doy
pequeños besos en tus muslos y planeo sobre ellos, hasta llegar a tu cavidad poplítea,
y la lamo y la muerdo. Te retuerces de risa. Te matan las cosquillas y por eso
me jalas nuevamente hacia arriba y empujas tu cuerpo hacia abajo. Me enfrentas
con tu sexo. Ese lugar que nunca pretendiste negarme, pero al que tenía miedo
de llegar. Su delicioso olor me anula por un momento. No sé cuanto tiempo es
uno. Los momentos se agrandan o se reducen de forma totalmente caprichosa.
Aquella mañana, las nubes no
competían contra el sol. Si la naturaleza brinda pistas sobre la proximidad de
las tragedias, entonces yo no supe verlas. El viento soplaba ligero,
esparciendo la humedad. Bajo las ropas se acumulaba el calor y había que
desprenderse del mayor número posible de ellas. Las mujeres sacaban los
escotes, las minifaldas, los hombres las camisetas.
En el intento de alejar el
bochorno, era muy fácil dejar botas, guantes y casco. Decidí no hacerlo. Cogí
la moto y salí al recorrido monótono. A la ruta de siempre. Las ciudades son
entidades antropófagas. Las avenidas son ríos de constantes choque de ondas.
Basta que un elemento pierda el ritmo de la corriente para desequilibrar la
danza de los circulantes.
Hay tantas formas de volar. Y esa
mañana el vuelo fue tan largo, aunque sólo haya durado un par de segundos. La
fragilidad de las mentes, de las gargantas, de los cristales de los espejos
retrovisores de la motocicleta, se conjugaron en un solo crujido cuando el automóvil
gris atravesó a toda velocidad, y en semáforo rojo, la perpendicular a la avenida
que yo circulaba mientras intentaba alcanzar el otro lado.
Una descripción más exacta incluiría
la forma en que mis dedos intentaron detener la motocicleta, el frente del automóvil
intentando girar inútilmente y arrojándome hacia el asfalto.
El sonido más cruel fue el de las
llantas de la camioneta roja, quemándose por detenerse, partiendo los huesos…
De cualquier forma, tú sabes la
historia. Por eso te flexionas y aprietas mis costillas mientras recorro tus
pliegues. Acercas cuanto puedes tu boca a mis oídos y haces audibles tus
gemidos. Danzas haciendo figuras imposibles. Tus pies van de mis muslos al
lugar donde una vez estuvieron mis piernas. Tus manos bajan por mi espalda y
giran hasta el lugar donde yace mi miembro inservible y yo no puedo interpretar
ese movimiento.
Te tiras hacia el agua de nuevo.
Abajo escucho más fuertes tus gritos, que aumentan de intensidad de la misma
forma que aumenta la fuerza de tus piernas en mi cuerpo. Gritas. Gritas.
Gritas. Y algo similar a un orgasmo me recorre desde la coronilla hasta los
muñones impidiéndome respirar. Y grito. Nos ahogamos y flotamos como cuerpos inertes
que ya no necesitan nadar, porque se han vuelto dioses del agua.