El alcohol no dejaba de circular entre el estrepito de las
risas, la voz de un mal cantante de covers de rock en el escenario y la mano de
Micaela en la entrepierna de Santiago.
Las luces y los grados etílicos hicieron lo que debían
hacer. Poco a poco fue desenfocando. Si alguien hubiera tomado una foto,
hubiera salido con los ojos casi cerrados. Otra cerveza.
Antes de concluir esa ronda, Marcela corrió al sanitario. Si
esta historia se tratara de ella, entonces habría que contar como después de
vomitar y pasar las siguientes 3 horas llorando, se dio cuenta de manera
trágica que para la vida no hay planes que nos libren del azar. Pero no es su
historia.
Lo que es cierto es que el incidente de Marcela terminaba ya
con el ambiente festivo que rodeaba a aquel grupo de amigos, cada uno
imprescindible para su subsistencia.
Lo siguiente, fueron las otras tres mujeres entrando a los
baños para auxiliar a la que se encontraba en problemas. Los preparativos del caso iniciaron. Los hombres
discutían, quiero decir sorteaban, la función que tendrían en los momentos
siguientes. Joel sería el encargado de llevar a la enferma a casa y disculparse
con sus padres. Juan Pablo llevaría a Fernanda y Marisol a sus
departamentos. Santiago se encargaría
del auto de Marcela y por supuesto, se llevaría a Micaela, su pareja desde años atrás, previo pago de la
bebida y de los daños que habían causado. Por supuesto, no era la distribución
más inteligente, pero estaban tomados.
Antes de partir, Santiago utilizo el mingitorio, apoyando su
mano en la pared de forma poco higiénica, pero práctica cuando se busca guardar
el equilibrio. Ofuscado por la cerveza y el ruido, regresó a la mesa, se tiro
en uno de los sillones que la rodeaban,
se llevo las manos a la cabeza y mientras sus dedos entraban a su cabello la
nombró suspirando: “Nathalia”.
(El estruendo desapareció por un momento en la cabeza de
Santiago. Cerró los ojos. La lucidez se hizo presente. Respiro profundo, antes
de regresar al mundo real de golpe.)
El contenido de un vaso casi lleno de cerveza se estrello en
su cara al tiempo que en el bar se escuchaba un femenino y fuerte “¡Pendejo!”
que exclamaba enfurecida Micaela. La
palabra resonó en el interior de Santiago, como si el la estuviera
pronunciando, quizá porque en su mente era él el quien lo hacía. Allí se cambiaron los planes. Micaela prefirió acompañar a
la enferma. Las dos lloraban, mientras Joel intentaba consolarlas. Los demás
seguían lo acordado y Santiago quedo solo.
Solo, condujo hasta encontrar el estacionamiento de un
centro comercial y allí abandonó el auto. Caminó. Caminó mucho y sintió que
todo estaba mal. Estuvo a punto de llorar. Por cualquier cosa, por su mal
trabajo, por Micaela o por su gato. Pero sintió que no era sincero. Subió a un
puente peatonal y miró hacia abajo, donde miles de automóviles aún recorrían la
ciudad buscando llegar a casa. Vio como se acercaba un ciclista con un chaleco
reflejante, luces y un casco que lo hacía parecer extraterrestre. Le dio algo
de gracia y entonces se le escapo una lágrima. Volvió a suspirar y entonces
repitió una vez más su nombre: “Nathalia”.
Bajo después, corriendo, aquel peatonal y se dirigió a casa
sin el auto. Pagó a un taxi que lo dejó en la puerta. Cuando abrió, encontró
una pequeña extensión de aquel bar: Juan Pablo, Marisol y Fernanda bebían latas
de whisky con refresco en su sala. Los tres le dirigían miradas solemnes, con
dejos de la tristeza infinita de quién se dirige a dar la peor de las noticias.
Lo conminaron a sentarse en su sillón. Una vez sentado,
conmovido, esperando lo peor, estallaron las risotadas. El alcohol volvió a
circular.
La plática se reanudo entre reclamos, preguntas y sobre
todo, burlas. La música comenzó a sonar, por sugerencia de Fernanda.
Mientras Santiago se sinceraba y los demás escuchaban, se
fueron colando algunas letras de las peores canciones existentes, hasta que
todos se encontraron cantando. Hasta que
tocaron la puerta los vecinos pidiendo de la manera más respetuosa que se
callaran.
Marisol, la más cursi del grupo, sugirió una serenata de
reconciliación en casa de Micaela, o de Marcela, en caso de que allí pasara la
noche la ofendida. O de Joel, secundó Juan Pablo y todos se rieron de la broma.
No sabían que en efecto, Micaela dormía a esa hora con el susodicho.
Fernanda saco una guitarra y la desempolvo, Marisol encontró
un pandero de cuando Santiago fue niño y miembro de la banda de guerra de la
primaria Benito Juárez (mismo nombre de unas 2 mil primarias más) y salieron al
coche afinando, según su borrachera, las gargantas.
“Perdón, vida de mi vida”, dio paso a “de que manera te
olvido, si te miro en cualquier gente” para convertirse en “el ultimo trago”, mientras Juan Pablo conducía las
notas pasaron a “ojala pase algo que te borre de pronto” y “que terriblemente absurdo es estar vivo... sin tu latido”, para aventarse en el ultimo tramo
“me equivoque contigo”. Cuando llegaron, se arrancaron con “Si nos dejan” y
“Deja que salga la luna”. Sonaron horrible. La mitad de los vecinos se
lamentaba y la otra mitad se las mentaba, aunque casi todos terminaron riendo
ante aquel grupo de borrachos tratando de recordar la letra de las canciones,
errando de vez en cuando y errando en todas las notas.
Se encendió la luz y se abrió la ventana alta de la casa
rosa. Y ante la sonrisa cómplice de los amigos, las últimas notas de una
guitarra a la que le sobrevivían 4 cuerdas y el último movimiento de un
pandero, se dejo ver la figura adormilada, desaliñada, algo avergonzada, pero
siempre feliz, de Nathalia.
3 comentarios:
Jaja, me ha encantado, te juro que la vi!!! como peli. Un abrazote
Me gusta, es sencillamente divertido =)
Tal vez Micaela tuvo mucha razón en haberle gritado semejante adjetivo calificativo. Muy bien, de verdad me intrigaba el final y definitivamente me fue imposible predecirlo, lo cual me encantó. ¡Saludos!
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