sábado, 3 de marzo de 2012

Insolente (relato)




Hay golpes que calan en lo profundo del cuerpo. Suspiro profundo, el cuerpo se cae. Nunca se olvidan, porque dolieron mucho.
Hay golpes que abren la carne y hay otros que no, pero a veces duelen más. Ambos dejan cicatrices, pero hasta las más profundas se van desvaneciendo con el tiempo. Esta cicatriz en la pierna aún es muy reciente, pero con suerte ayudará a sanar aquella que no se ve, pero cuya costra aún molesta dentro de mí.
En cualquier caso, sólo quien cae sabe andar. Eso lo aprendes cuando empiezas a caminar pero, sobre todo, lo tienes bien presente cuando haces de la bicicleta parte grande de tu vida.
Esta historia empieza allí. Y allí no es un lugar, sino muchos. Comienza en el asiento de la bici, por el rumbo de La Margarita, de Insurgentes, Zaragoza y Villa las Flores. O de cualquier otro lado. 
No es que el auto no sea más cómodo. No es que el transporte público no sea necesario. Es que la bicicleta eterniza la infancia y contra eso no hay argumento. Pero no se lo digan a sus suegros.
Que qué futuro le esperaba conmigo. Que era un inconsciente. Que se buscara a alguien serio.
Pobres. No entienden nada.
Tampoco ella entendió, y se bajó del asiento de atrás. Manejar una tándem* solo, aunque sea una metáfora, no está chido.
Regresé a mis caminos y ella a los suyos. Muchas veces quise ir a su casa y rayar su maldito auto, pero nunca lo hice. Un día chocó contra un poste de luz y me di por vengado.
Poco a poco le fui bajando a la obsesión y subiendo a los kilómetros, mientras le bajaba a la panza y le subía a la alegría. No me di cuenta cómo, pero de pronto comencé a notar más compañeros en las calles. Eso me ponía de mejor humor.
El crecimiento de los movimientos bicicleteros se puede medir de forma sencilla -y muy empírica- a través de los modelos de biclas que uno se topa. No tengo nada contra ninguno, pero esos modelos con cuadros curvilíneos y bajos, manubrios enormes y asientos con resorte, sólo pueden significar que las mujeres están retando la calle.
Cada vez que veía amarrada una de esas en un poste o una reja, sin embargo, me daba algo de tristeza por lo que no quiso ser ella. Y cada vez era más común.
El biciestacionamiento de la Librería Profética*, se fue llenando hasta que hubo la necesidad de instalar una nueva línea. Entre las que hacían compañía cada tarde a la mía había un par de modelos para mujer.
Había otra bici, más constante, que poco llamó mi atención. Se trataba de un modelo hibrido, entre urbano y de montaña, con cuadro alto y pintura azul rey que, se notaba, no era la original. Si me percaté de su presencia, fue porque casi a diario quedaba encadenada a lado de la mía.
La primera vez que vi a su conductor, fue una tarde de mucho viento. Entré bastante distraído al lugar, me baje de la bici y abrí el candado, para capturar mi cuadro, giré la cabeza y allí estaba. Bien, no era un conductor, era una conductora y además, era hermosa.
Deben pensar que fui un tonto, pero la verdad es que cuando veo algo de veras bello, me quedo así, obnubilado, sin decir nada. Y ella salió caminando con su bici en mano. Entonces reaccioné, guardé el candado y salí a toda prisa, pero ella ya no estaba.
Al día siguiente llegué más temprano. Me metí a la librería y desde el ventanal espiaba el estacionamiento. El reloj marcó la hora de la tarde anterior. No llegó. Pasó media hora y como se hacía muy sospechoso que siguiera allí, compré un libro y salí. Hice las cosas que tenia que, y cuando regrese al estacionamiento, la azul seguía amarrada. Eso lo volvía complicado: era una mujer sin horarios.
No sé como se me ocurrió, pero tomé el ticket de la librería, le escribí por la parte de atrás, lo amarré al manubrio con un alambrito que encontré tirado y me fui. “Que bella eres, gracias por alegrarme el día”
Repetí la operación nota todos los días durante toda la semana, sin más respuesta que un “gracias” el tercer día, pero al séptimo, cuando regresaba por mi bici negra, la encontré a la entrada de La Limpia. Ella iba de salida. La llamé, pero no hizo caso. Corrí por la bicla y cuando la monté note un papel pegado con diurex en el puño. “Alcánzame.”
Salí a toda prisa. Alcancé a ver su blusa naranja de tirantes en la esquina, como esperándome, para luego avanzar con una rapidez asombrosa por la 3 sur.
El Centro Histórico y sus mil semáforos me mantenían a veces a dos y a veces a una calle de ella, pero nunca menos. Uno se sorprende de lo rápido que puede avanzar una mujer en…  ah, olvide decirlo antes, en tacones.
Tenía cierta ventaja; mientras yo sufría con los cerrones de los autos, algunos de los cuales se burlaban a conciencia, a ella le abrían paso y por momentos parecía que la escoltaban.  Quien no se ha enamorado de un par de piernas, no ha visto a una mujer con falda en bicicleta. Dobló en la 31, se integró a la ciclo y yo quedé atrás: el imposible boulevard 5 de Mayo.
Mi mujer de bici azul ni volteaba a verme. Cuando avancé apreté lo más que pude el paso. Ella también. Cualquiera diría que primero aprendió a pedalear y luego a caminar. Vuelta sobre la 24 rumbo al Mirador. Se terminan los semáforos. Acorté la distancia. Supongo que ella se estaba muriendo de la risa. De pronto, una ráfaga de aire movió su falda con una gracia que envidiaría Marilyn Monroe. Casi me meto a un bache por verla. Llegamos a Los Pilares con el sol desvaneciéndose.
Un consejo. Si tienen perro, cuídenlo cuando salga a la calle. Puede provocar un accidente.
Allá va ella. Ya no puede pedalear tan rápido. La voy alcanzando. Se abre el zaguán de una casa. Sale como bólido un pastor alemán de buen tamaño. Directo a mi llanta. Tranquilos. No lo atropellé. En lugar de eso gire el manubrio haca la izquierda, pero la velocidad me impulso al otro lado, hasta meterme debajo de un auto estacionado. 
Saldos: La bici está bien. El perro se asustó y regresó a su casa. El casco partido. El brazo raspado y el muslo abierto por caer sobre una roca.
Ella regresó, con cara de susto, pero después, cuando se cercioró de que nada era grave, estalló en la más bonita risa que he oído. Me ayudó a incorporarme y nos fuimos, rodando a paso muy lento, hacia su casa en San Manuel, donde limpió la herida para evitar infecciones. Nos tomamos una generosa jarra de agua de limón bien fría y nos quedamos platicando un buen rato. Viéndola de cerca, no era tan alta como lucía en la bicicleta.
Cuando se hizo tarde me acompañó a la  entrada. Las horas habían enfriado el músculo y el golpe dolía horrores. Trate de caminar con la mayor soltura posible, pero ella lo noto. “Perdóname”, dijo y me plantó un beso en la boca. Fue el primero de muchos.
Sus besos tienen una característica especial: son divertidos. Como ella. Como andar en bici en pareja. Como invitar a las estresados usuarios de automóviles a cambiar su mundo gris y sacar las bicis.
Hacer de la bicicleta un modo de vida.

Yo lo llamo recuperar un pedazo de infancia. Ella lo llama insolencia.
*Bicicleta para dos personas.
**El estacionamiento La Limpia, de la Profética Casa de lectura, ofrece estacionamiento gratuito a ciclistas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

me gusta mucho!!
Mina Jané

José Eduardo Santiago Sotelo dijo...

Relato o anecdota hermano, no importa lo disfrute mucho. Tenia rato que no me reia tanto. A ver si me avisas mas seguido de tus relatos.
Un abrazo.

Abraham Ramírez Castillo dijo...

Está bueno, pero coincido con el tipo de arriba, me suena más a un cachito de historia; me gustó.