Hay golpes que calan en lo profundo del cuerpo. Suspiro
profundo, el cuerpo se cae. Nunca se olvidan, porque dolieron mucho.
Hay golpes que abren la carne y hay otros que no, pero a
veces duelen más. Ambos dejan cicatrices, pero hasta las más profundas se van
desvaneciendo con el tiempo. Esta cicatriz en la pierna aún es muy reciente,
pero con suerte ayudará a sanar aquella que no se ve, pero cuya costra aún molesta
dentro de mí.
En cualquier caso, sólo quien cae sabe andar. Eso lo
aprendes cuando empiezas a caminar pero, sobre todo, lo tienes bien presente
cuando haces de la bicicleta parte grande de tu vida.
Esta historia empieza allí. Y allí no es un lugar, sino
muchos. Comienza en el asiento de la bici, por el rumbo de La Margarita, de
Insurgentes, Zaragoza y Villa las Flores. O de cualquier otro lado.
No es que el auto no sea más cómodo. No es que el transporte
público no sea necesario. Es que la bicicleta eterniza la infancia y contra eso
no hay argumento. Pero no se lo digan a sus suegros.
Que qué futuro le esperaba conmigo. Que era un inconsciente.
Que se buscara a alguien serio.
Pobres. No entienden nada.
Tampoco ella entendió, y se bajó del asiento de atrás.
Manejar una tándem* solo, aunque sea una metáfora, no está chido.
Regresé a mis caminos y ella a los suyos. Muchas veces quise
ir a su casa y rayar su maldito auto, pero nunca lo hice. Un día chocó contra
un poste de luz y me di por vengado.
Poco a poco le fui bajando a la obsesión y subiendo a los
kilómetros, mientras le bajaba a la panza y le subía a la alegría. No me di
cuenta cómo, pero de pronto comencé a notar más compañeros en las calles. Eso
me ponía de mejor humor.
El crecimiento de los movimientos bicicleteros se puede
medir de forma sencilla -y muy empírica- a través de los modelos de biclas que
uno se topa. No tengo nada contra ninguno, pero esos modelos con cuadros
curvilíneos y bajos, manubrios enormes y asientos con resorte, sólo pueden significar
que las mujeres están retando la calle.
Cada vez que veía amarrada una de esas en un poste o una
reja, sin embargo, me daba algo de tristeza por lo que no quiso ser ella. Y
cada vez era más común.
El biciestacionamiento de la Librería Profética*, se fue
llenando hasta que hubo la necesidad de instalar una nueva línea. Entre las que
hacían compañía cada tarde a la mía había un par de modelos para mujer.
Había otra bici, más constante, que poco llamó mi atención.
Se trataba de un modelo hibrido, entre urbano y de montaña, con cuadro alto y pintura
azul rey que, se notaba, no era la original. Si me percaté de su presencia, fue
porque casi a diario quedaba encadenada a lado de la mía.
La primera vez que vi a su conductor, fue una tarde de mucho
viento. Entré bastante distraído al lugar, me baje de la bici y abrí el
candado, para capturar mi cuadro, giré la cabeza y allí estaba. Bien, no era un
conductor, era una conductora y además, era hermosa.
Deben pensar que fui un tonto, pero la verdad es que cuando
veo algo de veras bello, me quedo así, obnubilado, sin decir nada. Y ella salió
caminando con su bici en mano. Entonces reaccioné, guardé el candado y salí a
toda prisa, pero ella ya no estaba.
Al día siguiente llegué más temprano. Me metí a la librería
y desde el ventanal espiaba el estacionamiento. El reloj marcó la hora de la
tarde anterior. No llegó. Pasó media hora y como se hacía muy sospechoso que
siguiera allí, compré un libro y salí. Hice las cosas que tenia que, y cuando
regrese al estacionamiento, la azul seguía amarrada. Eso lo volvía complicado:
era una mujer sin horarios.
No sé como se me ocurrió, pero tomé el ticket de la
librería, le escribí por la parte de atrás, lo amarré al manubrio con un
alambrito que encontré tirado y me fui. “Que bella eres, gracias por alegrarme
el día”
Repetí la operación nota todos los días durante toda la
semana, sin más respuesta que un “gracias” el tercer día, pero al séptimo,
cuando regresaba por mi bici negra, la encontré a la entrada de La Limpia. Ella
iba de salida. La llamé, pero no hizo caso. Corrí por la bicla y cuando la
monté note un papel pegado con diurex en el puño. “Alcánzame.”
Salí a toda prisa. Alcancé a ver su blusa naranja de
tirantes en la esquina, como esperándome, para luego avanzar con una rapidez
asombrosa por la 3 sur.
El Centro Histórico y sus mil semáforos me mantenían a veces
a dos y a veces a una calle de ella, pero nunca menos. Uno se sorprende de lo
rápido que puede avanzar una mujer en…
ah, olvide decirlo antes, en tacones.
Tenía cierta ventaja; mientras yo sufría con los cerrones de
los autos, algunos de los cuales se burlaban a conciencia, a ella le abrían
paso y por momentos parecía que la escoltaban.
Quien no se ha enamorado de un par de piernas, no ha visto a una mujer
con falda en bicicleta. Dobló en la 31, se integró a la ciclo y yo quedé atrás:
el imposible boulevard 5 de Mayo.
Mi mujer de bici azul ni volteaba a verme. Cuando avancé
apreté lo más que pude el paso. Ella también. Cualquiera diría que primero
aprendió a pedalear y luego a caminar. Vuelta sobre la 24 rumbo al Mirador. Se
terminan los semáforos. Acorté la distancia. Supongo que ella se estaba
muriendo de la risa. De pronto, una ráfaga de aire movió su falda con una
gracia que envidiaría Marilyn Monroe. Casi me meto a un bache por verla.
Llegamos a Los Pilares con el sol desvaneciéndose.
Un consejo. Si tienen perro, cuídenlo cuando salga a la
calle. Puede provocar un accidente.
Allá va ella. Ya no puede pedalear tan rápido. La voy
alcanzando. Se abre el zaguán de una casa. Sale como bólido un pastor alemán de
buen tamaño. Directo a mi llanta. Tranquilos. No lo atropellé. En lugar de eso
gire el manubrio haca la izquierda, pero la velocidad me impulso al otro lado,
hasta meterme debajo de un auto estacionado.
Saldos: La bici está bien. El perro se asustó y regresó a su
casa. El casco partido. El brazo raspado y el muslo abierto por caer sobre una
roca.
Ella regresó, con cara de susto, pero después, cuando se
cercioró de que nada era grave, estalló en la más bonita risa que he oído. Me
ayudó a incorporarme y nos fuimos, rodando a paso muy lento, hacia su casa en
San Manuel, donde limpió la herida para evitar infecciones. Nos tomamos una
generosa jarra de agua de limón bien fría y nos quedamos platicando un buen rato.
Viéndola de cerca, no era tan alta como lucía en la bicicleta.
Cuando se hizo tarde me acompañó a la entrada. Las horas habían enfriado el músculo
y el golpe dolía horrores. Trate de caminar con la mayor soltura posible, pero
ella lo noto. “Perdóname”, dijo y me plantó un beso en la boca. Fue el primero
de muchos.
Sus besos tienen una característica especial: son
divertidos. Como ella. Como andar en bici en pareja. Como invitar a las
estresados usuarios de automóviles a cambiar su mundo gris y sacar las bicis.
Hacer de la bicicleta un modo de vida.
*Bicicleta para dos personas.
**El estacionamiento La Limpia, de la Profética Casa de lectura, ofrece estacionamiento gratuito a ciclistas.
3 comentarios:
me gusta mucho!!
Mina Jané
Relato o anecdota hermano, no importa lo disfrute mucho. Tenia rato que no me reia tanto. A ver si me avisas mas seguido de tus relatos.
Un abrazo.
Está bueno, pero coincido con el tipo de arriba, me suena más a un cachito de historia; me gustó.
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