miércoles, 24 de abril de 2013

Demasiado (relato)

De Fátima puedo decir muchas cosas. Basta una. Que la quise mucho. Que la quise con toda mi energía, con toda mi atención y con toda mi imaginación. Dos veces intente besarla y no tuve éxito. A cambio recibí miradas llenas de ternura y una sonrisa que aseguraba quererme también, pero de distinta forma.

Nunca fue un problema grave. Me conformaba con ese cariño no tan grande como el mío. Estaba en paz con los abrazos que cada día me regalaba y solía crear pequeñas historias de nosotros. Era suficiente. Más que suficiente cuando, mitad en broma, prometió darme un beso “algún día”.

Cumplió. Vino a casa, dijo, para contarme algo. Se puso a jugar y como era su costumbre, se recostó en el sillón mientras hablaba. Hablaba mucho. Yo me senté en la alfombra y a ratos ponía atención a lo que decía. Con la mano me guío para sentarme a su lado. Entonces cerró los ojos y se calló. La besé otra vez y en esta, ella separó los labios y mordió despacio los míos, mientras pasaban los segundos, vueltos horas, eternidades que nos inclinaban hasta dejarnos tendidos sobre la superficie suave del sillón, o sobre el aire o el agua, que para ese momento no eran muy diferentes. Mis manos besaban sus hombros, estirando los tirantes de su blusa y de su sostén, de talla pequeña.

Hay ocasiones en las que no hace falta desvestirse para amar. Basta levantar la falda, bajar un cierre y hacer a un lado el miedo, la pena y la ropa interior e imaginar que pasa, dejar que pase, querer que pase.

Su lengua penetró mi boca. Su respiración penetró mis oídos y su aroma a humedad, mi olfato. Me apreté contra ella para entrar más. Para quedarme dentro. Cerca del orgasmo sujete su espalda para que no se fuera; ella me abrazó fuerte, para no dejarse ir. Quizá nos faltó fuerza.

Extraña como fue, nuestra pequeña historia se empeñó en no caminar hacia el frente. Después del sexo nos desvestimos. Nos abrazamos sin dormir y sin hablar, hasta que ella se levantó y reordenando su apariencia se preparó para salir de la casa. En la puerta se detuvo y dando media vuelta llegó hasta mi boca y me dio otro beso. Uno más pequeño, acaso más cálido. “Tú me quieres demasiado”, dijo. “Yo también. De otra forma”.

viernes, 12 de abril de 2013

Desierto


Pasas una vez más del calor al frío. No es algo nuevo, como no es nuevo el estrépito que te abruma y te impulsa a acercarte a la baranda del puente peatonal. Te asomas al pequeño precipicio, te mareas, pero no puedes dar un paso atrás. Te sientes aplastado por la velocidad inerte de los automotores, por la migraña, por los 2 mil 200 metros de altura sobre el nivel del mar. Te dirán que son ríos. De gente, de autos, de asfalto. “Secos”, piensas, tal vez. La luz amarilla se transforma en roja, y abre heridas como de cuchillo en lo que ven los ojos. Flotan por segundos y se desvanecen.  A la derecha de la avenida un hombre camina cansado, arrastra los pies y levanta polvo. Arena. Se hunde en la espesura del cemento sucio, pero sigue caminando. Tú pasas del frío al calor.

Adentro de los vagones del metro otra soledad espera. Las personas van y vienen. Cambian. Te recargas en la puerta y ves pasar la ciudad estoica: sobrevivió un día más. Como un vapor se levanta el cansancio de la tierra enorme, parecen abrirse surcos donde más caminó la gente. El viento es fuerte y las últimas personas corren. Las tiendas cerradas ceden espacio a la nada y a los puestos ambulantes vigías. Las últimas personas corren.
El aire tibio dentro de los vagones, los últimos que viajan hoy, te produce nostalgia. Extrañas. Extrañas la risa. La piel y la risa. El abrazo y la risa. El descanso y la risa. El camino y la risa. Y el metro avanza siempre hacia adelante y detrás quedan reflejos, hojas, flores. Te hundes en un silencio del silencio. La ciudad son dunas llenas de recuerdo y arena. Y arena. Todo es arena.