lunes, 11 de marzo de 2013

Ciudad plástica innovadora



Faber Cuervo
Economista UdeA
 
Villa de la Candelaria, ¡qué poco has cambiado!, sigues siendo esa misma que versificó León de Greiff en 1914: “Sucesos banales. /Gente necia, /local y chata y roma. / Gran tráfico/ en el marco de la plaza. / Chismes./Catolicismo./ Y una total inopia en los cerebros…/ Cual/ si todo / se fincara en la riqueza, / en menjurjes bursátiles/ y en un mayor volumen de la panza.”
Sucesos banales. ¿Para qué le dan a Medellín el premio de ciudad más innovadora en el mundo? Innovación sin asumir ni entender la modernización, sin vincularla al desarrollo y a la felicidad humana. ¿Qué se pretende con una distinción más mediática, publicitaria e inducida, que determinada por criterios de mejoramiento colectivo? ¿Qué se prepara con Medellín? ¿Qué monstruo de ciudad estamos construyendo? 
Gran tráfico. Ciudad plástica innovadora, empaques atractivos, forradas pieles femeninas, voyeurismo lujurioso, centros comerciales que hieren los ojos, exhibicionismo de mercado, carros lujosos, asepsia y conductismo Metro, consumismo para alardear, moda y cabalgaduras. Medellín, la más tersa y quirúrgica, academias fortines de políticos, hotelería al tope, vuelos que prometen, ejemplarizantes ejemplos de convencionalismos y lugares comunes, eterna vanidad de vanidades.
Total inopia en los cerebros. Desfogue en el grito, en el no escuchar, en ser vacios y ruidosos. Preferir estar más cerca del animal mecánico que no levanta la cabeza, adorar lo violento, la ordinariez y el mal hablar.
Cual si todo se fincara en la riqueza, en menjurjes bursátiles. ¡Viva Medellín de hierros, aceros, cementos, máquinas y autopistas para la información y el dinero! Esto es más importante que la convivencia, que el derecho a vivir sin la extorsión oficial e ilegal. La ciudadanía se debate en una cotidiana sobrevivencia, no hay tiempo para leer, para cultivar el espíritu, para disfrutar del ocio y las relaciones comunitarias. Nuestras gentes amables y corteses hacen sentir bien al extranjero turista; pero, nuestras gentes no están felices con su ciudad. Es una condena interna, mostrar una sonrisa forzada para que se sientan bien los de afuera.
Medellín pudiera hacerse acreedora a otros resonantes y banales premios: el de la capital mundial de injertos en siliconas o el de la capital mundial de fronteras invisibles. Empero, estos premios nunca los darán porque no venderían la imagen de una ciudad innovadora en tecnologías, “desarrollo sostenible”, infraestructura y servicios, precisamente la ciudad que requieren los principales beneficiarios de la Medellín comprable: los banqueros y grandes corporaciones inversionistas.
Así como en muchos hogares se corre a barrer la mugre y a guardar en el cuarto de rebrujos lo que no es estético, cuando viene una visita importante, también se esconde en Medellín lo que no conviene mostrar recurriendo a la euforia de los premios y a las ilusiones manipuladoras. Hay que mostrar lo bonito, lo moderno, la infraestructura, las máquinas en rieles, las escaleras eléctricas, la belleza física, el cable y el inerte cemento. Medellín copia muy bien lo de afuera y logra aventajar a sus modelos de ciudad, al punto que va a superar a Estados Unidos, esa lacónica fantasmagoría que describiera el maestro Fernando González:
“Estados Unidos es país de todo. En general, primitivo y muy rico; maquinista y cruel, idealista y humano, infantil  y millonario. Su conciencia va muy atrás de su confort. El progreso maquinista realizado allí, perturbó al mundo”. (Revista Antioquia. Medellín: Editorial Udea. 1997. Pág. 83).
No tenemos memoria. Nuestros escritores consagrados nos vienen diciendo desde el siglo XIX que debemos mirar hacia nosotros mismos, superar ese excesivo amor al oro, al dinero y a la apariencia. Tomás Carrasquilla hace hincapié en sus novelas sobre ese plutonismo y arribismo de los antioqueños. Sin embargo, eso está vivo, como una hiedra de siete cabezas, y se manifiesta en la propaganda vanidosa de una ciudad innovadora, en el reforzamiento de unos egos estúpidos, en las veleidades de una ilusión. Gregorio Gutiérrez González narra, en uno de sus cuentos, el desprecio que un acaudalado comerciante (con mayor volumen en la panza) hace a un joven bogotano que pide la mano de su hija, porque se dedica a escribir versos. El joven termina el cuento con un epigrama:
“De una ciudad, el cielo cristalino /brilla azul como el ala de un querube, / y de su suelo cual jardín divino/ hasta los cielos el aroma sube; / Sobre ese suelo no se ve un espino, / Bajo ese cielo no se ve una nube…/…Y en esa tierra encantadora habita…/La raza infame, de su Dios maldita. / Raza de mercaderes que especula /con todo y sobre todo. Raza impía, /Por cuyas venas sin calor circula/ La sangre vil de la nación judía; / y pesos sobre pesos acumula/ El precio de su honor, su mercancía. / Y como sólo al interés se atiende, /Todo se compra allí, todo se vende.”
(Felipe. En: Antología del temprano relato antioqueño.
Jorge Alberto Naranjo –compilador-. Medellín:
Colección autores antioqueños. 1995. PP. 39-49). 
  
Gonzalo Arango también le cantó a la luminosa oscuridad y oscura luminosidad de la ciudad en su hermoso poema Medellín a solas contigo:
¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero (…) Tu fanatismo laborioso no te da tiempo para asimilar otras filosofías de la vida. No has tenido tiempo de aprender el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al espíritu, pero pesas demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza que no es elevada, que no es del alma”.
(En: Obra negra. Santa Fe de Bogotá: Plaza y Janes. 1993).
 
La educación de una comunidad pasa entonces por redescubrir y revisar con los educandos nuestra idiosincrasia, nuestros valores inculcados desde sutiles herencias culturales. La literatura es una gran herramienta en esta tarea, para desnudarnos porque urge autoexpresarnos, vernos hacia adentro, sin negar nuestro ser, sin dar la espalda a lo que somos, ni a lo que anhelamos. Para no adobar ni maquillar las realidades mezquinas, utilitaristas e imbéciles que vivimos a diario en nuestra amada ciudad.
El slogan “Medellín, la más educada” ya está atropellando. Su enunciado evidencia prepotencia y segregación, como si las otras ciudades y regiones no tuvieran ese derecho. “Antioquia, la mejor esquina de América”, a costa de los muertos de la comuna 13, y de las otras comunas, y de Urabá; a costa de aplastar los derechos de los ciudadanos, rompiéndonos el alma con cada árbol longevo que decapitan para abrirle espacio a un metroplus mal diseñado, innecesario en varios tramos, devastador en lo ambiental, lo social y lo económico. ¿Quién se puede oponer a su fascista recorrido?
El grisáceo asfalto atraganta la mirada y afecta el cerebro que clama por un respiro a la tierra guarnecida. La contaminación aumenta, pero no importa; hay que abrir más carriles para que rueden más carros. El cambio climático acosa, pero hay que levantar más torres en las riberas de las cuencas que no se han secado. Medellín, ciudad ¿de quién? Una ciudad que no cuenta con la gente para modificarse y desarrollarse integralmente, es una ciudad que empieza a perder el sentido de su existencia. Cuando una ciudad impone infraestructuras, remodelaciones, cambios estructurales, que no obedecen a la satisfacción del bien común y de sus habitantes, sino a intereses particulares de ganancias y apropiación de espacios, entonces la ciudad se convierte en lóbregos laberintos y tierra de nadie. Gobiernan en ella hilos invisibles, asustan las propias sombras, desata los instintos para la supervivencia. La criminalidad brota como los piroplásticos lanzados por un volcán. La ciudad se escinde en múltiples ciudades, las separan fronteras invisibles, los niños pierden la aventura de la exploración. Los comerciantes, los pequeños y medianos supermercados, los transportadores, cualquier entable de supervivencia, tiene que pagar no sólo elevados impuestos y valorizaciones al municipio, sino “vacunas” a las cientos de bandas extorsionistas. ¿Qué ciudad es ésta donde asesinan a los niños porque cruzan inocentemente una frontera invisible?
¿Por qué el City Group, el Wall Street Journal y el Land Urban Institute (los que otorgaron el premio a Medellín innovadora) no promueven estímulos a la construcción de una ciudad que logra la convivencia y la inclusión social? ¿Acaso les interesa? ¿Qué intereses tienen en destacar la infraestructura y el “excelente entorno de negocios” de Medellín? ¿Qué pretenden con esta ciudad? ¿Más infraestructura? ¿Más contratos multimillonarios? ¿Más inversiones que dejan exorbitantes ganancias a los más boyantes? ¿
Quiénes realmente se benefician con el deslumbrante “desarrollo” de Medellín?
Una ciudad se funda para garantizar un lugar seguro a sus habitantes. La ciudad debe afianzar los valores de la confianza, la cooperación, el reconocimiento del otro, para poder vivir en comunidad. Si una ciudad no ofrece esto, no hay ciudad, hay una serie de tubos, de sanitarios, de losas, de grifos, de bajantes, de hierros, es decir unas edificaciones sin alma, tal como aparece en uno de los cuentos de Las ciudades invisibles de Italo Calvino.
Las ciudades no sólo son sus construcciones, sus fastuosos centros comerciales, sus pomposos centros de convenciones, sus palacios bancarios, sus descrestantes puentes elevados, etc. La ciudad son sus gentes con sus esfuerzos y creatividades, pero, en especial, con sus espacios y quehaceres en el mundo. Para lograr esto, una ciudad debe ofrecer a sus habitantes, lugares de encuentro, parques con abundante naturaleza, espacios públicos amables y seguros, opciones culturales, calles y aceras para el desplazamiento, buen aire para respirar, espacios silenciosos para el recogimiento, programas y políticas públicas que involucren a sus ciudadanos. Un Área Metropolitana a la que sólo le importa lo que le da dinero y delega la salud y la educación a entes privados no está ayudando a construir ciudad. La ciudad no se construye para darle gusto a los que nos miran desde afuera, ni para atraer inversionistas, ni para ser premiada en nada. La ciudad se diseña para sus gentes, para que tengan una buena calidad de vida y puedan compartir en una conviviente comunidad.
La razón de ser de una ciudad son las personas que la habitan, la ciudad se debe a ellas. Cuando nos preocupamos desmesuradamente por cómo nos ven desde afuera estamos perdiendo el norte; empezamos a diseñar ciudad para vender, para mostrar, para deslumbrar, para atraer turistas. No tenemos que ser como Barcelona, ni como Miami, ni como Buenos Aires, ni como Dubai. Tenemos que ser Medellín, mirarnos hacia adentro, tejer comunidad solidaria, corregir nuestras debilidades y fortalecer nuestras virtudes.
China tiene la mayor producción de bienes y servicios en el mundo, pero para qué le sirve esto si está matando a sus habitantes con un desproporcionado rango de contaminación. Medellín puede seguir en su delirio enfermizo de pretender ser la mejor en cuanta cosa rara se inventen, pero de qué le sirve si estamos asediados por el crimen organizado, por la violencia más bárbara hacia las mujeres y los niños, por el desempleo y la falta de oportunidades. Medellín la más innovadora en lo físico pero un fracaso en lo social, un infierno de la intolerancia, una tragedia humana de supervivencia e inequidad. El centro abandonado a la miserable vida de prostitutas, viciosos, expendedores de droga, indigentes, rebuscadores, parados. Durmientes callejeros por toda la ciudad, hambre y desprotección de los niños, indígenas pidiendo limosna, destrucción del paisaje que se libró del hacha de mis mayores. 
En conclusión, no premiaron una ciudad, premiaron una infraestructura, y una infraestructura no es suficiente para hacer una ciudad. Medellín está lejos de ser una ciudad, porque no es incluyente, impone decisiones que atropellan a los ciudadanos, erige dos monstruos que empiezan a valer más que todos los humanos que la habitamos (EPM y El METRO), no tiene niveles mínimos de convivencia, no asegura calidad de vida sin distingos sociales, no tiene estrategia para desarticular la alta violencia intrafamiliar. Sin desconocer la metamorfosis de algunos sectores de la ciudad, digo con el poeta José Manuel Arango:
“Hablo de la ciudad que amo,
De la ciudad que aborrezco”.
 
(Montañas. En: Poesía completa.
Medellín: Editorial UdeA. 2003, pág. 321).

sábado, 9 de marzo de 2013

Tierra seca (relato)


Ella espera. Toma asiento en el césped disparejo a unos metros de la banca de forja, sobre la tierra que se asoma en cada hueco que el verde no pudo cubrir. Se toma las rodillas, se frota las piernas cubiertas de tela sintética y lisa. Consulta su muñeca e imagina que hora sería su tuviera reloj. No importa. Lo mismo da que sean las dos, las cuatro, o las 24 horas. Seguirá esperando. 

No debería, sabe. Quien espera se desilusiona porque no obtiene, pero hace frío, y quiere calor. Recoge piedras y las lanza contra un árbol sin que alguna de con el objetivo.

La tierra está reseca como sus labios, cuarteados por el frío. Hurga en la bolsa, encuentra la pomada y se la unta sin cuidado, primero en el labio inferior y después en el superior, los aprieta y aprieta las ganas de ver, de abrazar. 

Entonces se incorpora, reacomoda la blusa y pasa los dedos por el cabello, palpa el teléfono celular y se pone triste. En la bandeja de mensajes no habrá nada que pueda interesarle. Hace tiempo que no hay un texto interesante. En la maniobra ve la hora. No vendrá, sabe, pero ¿por qué vendría? 

Los pájaros vuelan en grupo sobre el mismo parque. Ella deja una nota en la banca de forja, como todos los días, y se retira rumbo a casa. Mañana no estará la nota. Quién sabe quién la encontrará, la leerá, quizá la guardará o la coleccionará, como a cada una de las decenas de notas anteriores. Pero él, no vendrá y ella se va a soñarlo, como todos los días, hasta que uno, ella tampoco llegue.