miércoles, 27 de junio de 2012

Puñado de tierra (relato)



Subió el volumen de la música en el estéreo de marca china -o japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de ensayo, se arregló el cuello de la camisa escolar, hizo un segundo nudo a cada una de las agujetas, se secó la gota de sudor que bajaba por su frente, apretó un agujero más el cinturón de imitación de piel  y se dirigió a la habitación del fondo, separada del resto de la casa por  una cortina de azul desteñido,  que hizo a un lado hasta quedar frente a la vieja cama donde fingía dormir el señor Pedro.

El señor Pedro, tío Pedro, o simplemente el señor, era  la roca de la casa. A cargo de los ingresos económicos desde la muerte de su hermano, había pasado a ser una figura dictatorial dentro de aquel hogar, siempre ostentando –sin lograr- ser un padre para los tres hijos que le sobrevivieron a aquel. Las pretensiones con Martita, madre de los niños, fueron llevadas a cabo de manera fácil, ante su debilidad emocional y los apuros económicos que cayeron sobre la familia como un alud. No se había cumplido un año de la tragedia que  dejo en la orfandad paterna a los niños, cuando Pedro se mudó a su casa.

La llegada del tío, recibida en un primer momento con recelo, pronto fue tomada como una bendición por los vecinos y los propios integrantes de la casa.  Julio y Manuel, los hijos más pequeños se encariñaron pronto con él. No pasó lo mismo con Fede. El mayor de los hermanos detestaba la idea de que alguien supliera a su padre, de que alguien diera caricias a  su madre. El rechazo fue casi total y claro, pese a los escasos 6 años del niño.

Los primeros meses el asunto fue llevable con buenas dosis de tolerancia. Pedro sonreía mecánicamente ante los berrinches de Fede y la decisión de Marta de permitirlos. “Entiendelo”, era el salvoconducto del niño. 

Una mañana del decimo mes a partir de la mudanza, las cosas estallaron. Fede y Pedro se encontraron en el comedor. El primero se alistaba para sus clases en la primaria del barrió y el segundo revisaba papeles del trabajo, escribía sumas en un cuaderno añejo y cuchareaba los frijoles. Sobre la mesa un paquete de fondo blanco mostraba a un gallo sonriendo. Fede inclinó la caja sobre su plato  y a continuación tomo el cartón de leche en un acto descuidado; el líquido blanco rebotó sobre la mesa, dejando algunas gotas sobre los Corn Flakes y el resto sobre la madera y los papeles de Pedro, quien se incorporó gritando maldiciones y asestando una bofetada al asustado Fede. 

La escena quedó grabada en los recuerdos de ambos. Los gritos, también en los de Julio y Manuel. El encanto que había conseguido Pedro en esos meses, se diluyó en forma de un respeto basado en el miedo para los más chicos. Sólo Marta ignoró el percance, o al menos quiso hacerlo.  Ese día Fede ingresó a una precoz adolescencia  y también a una guerra donde tenía todo que perder y muy poco que ganar.

El asfalto se fue desmoronando bajo sus pies y los muros de su casa se hicieron más grandes. En cuestión de semanas dejo de ser –con excepciones- Fede y empezó a ser Federico, un nombre que a pesar de pertenecerle no reconocía.
   
El margen de error, junto al grosor de los pasillos, se fue haciendo menor.  Cualquier equivocación merecía un grito; cualquier error académico, un golpe. Así era mejor, decía Marta, mejor que le duela, pero que aprenda y sea hombre de provecho, como su padre. Ella se fue acostumbrando, pronto los gritos se combinaron con los golpes. Eso hacía las cosas más fáciles.

Nadie se dio cuenta cuando las palabras de Fede se tornaron estrechas. La voz bajita ocultó el progreso de la disfemia. Mejor quedarse callado. Y se quedaba, por minutos, por horas. Fueron años de perfil bajo. De sentarse en un rincón en el aula y sólo gritar cuando la selección o él o sus hermanos anotaban un gol.

Cuando llegó a la secundaria los golpes cesaron. Era demasiado tarde. Entre las fraternidades de la Técnica 57, los hombres jugaban a demostrar su hombría de las formas bien sabidas. Él, que no era ni bueno para derribar jóvenes, ni hábil con las palabras para las chicas, encontró refugio en el grupo de Miguel y Fernando. “¡Son puñales!” Gritaba Pedro y remarcaba: “Sólo porque eres puto no te pego”. Fede quería entonces ser homosexual y restregárselo a su padrastro, pero sabía que aunque lo fuera no podría hacerlo y, además, era tan heterosexual como imaginaba que se podría ser. Soñaba despierto y sufría de insomnios por Elena. Los sufrió hasta que terminaron la secundaria y la ilusión se desvaneció.

Por esa época también, Julio, el segundo de los hermanos, dejó de ser el niño dócil que conocían y el enojo de Pedro se trasladó a él, ante la desesperación de Fede. Pero eso no duraría mucho tiempo.

“Fue el susto que me dio el cabrón de tu hermano cuando estuvo en el hospital” argumentó Pedro a Marta, culpándola por pertenecer a aquella estirpe, en cuanto se dieron los resultados del examen médico: diabetes.  El hombre se deshizo y su cuerpo se consumió rápidamente. Antes de un año del diagnóstico, Pedro cayó en cama y Marta se volvió enfermera de tiempo completo. La escuela termino para Fede, quién debió salir a conseguir dinero y los labores de casa se volvieron responsabilidad de Julio y Manuel.

El deterioro presentaba grandes oportunidades de desquite. Por eso Marta convirtió la habitación de Pedro en un altar inaccesible para los hermanos.

Pero el día que Fede perdió el empleo la oportunidad llegó. Su madre salió a surtir las medicinas. Los hermanos estaban en la escuela. Abrió la puerta principal y notó el silencio.  Encendió la radio y se sentó en el sillón, sin saber que hacer.  Finalmente subió el volumen de la música en el estéreo de marca china -o japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de ensayo y se dirigió al cuarto de Pedro, el señor Pedro, el señor.

“Pe pe pedr o”. Dijo y maldijo el impronunciable nombre de ese señor. Se quedó callado. Jodidas frases, que huían cuando necesitaba pronunciarlas. Pero allí estaba el padrastro, el golpeador, el que ahora negaba la oportunidad de vivir la vida a su hermano. “Pe pedro”, dijo y el hombre abrió un ojo mientras arqueaba la boca mostrando una sonrisa burlona. A partir de allí Fede quedó sin palabras. Desesperado y apunto de soltarse a llorar, vio la maceta de la esquina, se dirigió a ella, tomó un puñado de tierra y se lo arrojó a la cara, logrando introducirla en los ojos y nariz del convaleciente.

Se sintió satisfecho. Dio media vuelta y volvió a limpiarse un par de gotas de sudor que insistían en bajar de su frente.  Al momento se oyó un disparo y un objeto metálico salió de su abdomen, dejando tras de sí sangre que se derramaba en su ropa. Dio algunos pasos más y cayó al suelo, impresionado hasta la inconciencia. 


Fotografía: Harold Edgerton, Leche Derramada

martes, 12 de junio de 2012

Amanda (relato)


El siete ha marcado mi vida. Pareciera que es el encargado de conducir mi destino. Y lo ha llevado en una dirección desastrosa.

Nací un siete de febrero, frío y lluvioso como no se registraba desde hace mucho. A la edad de siete años casi muero asfixiado por una canica, exactamente una semana después de que mi padre nos abandonara a mi madre y a mí. Y si realizara un análisis exhaustivo de mi vida encontraría muchos hechos más relacionados de manera negativa con este número. Pero yo no creía en eso, lo tomaba más bien como simples coincidencias.

Hasta que conocí a Amanda.

Fue mientras regresaba de la Facultad. Ya era tarde y yo tenía que caminar por las inseguras calles de mi colonia. Las aceras se iluminaban con las escasas lámparas públicas que eran útiles. Miraba de un lado a otro, asegurándome de que nadie me seguía; ya me habían asaltado en circunstancias similares.

Y fue entonces cuando la vi del otro lado de la acera. Era imposible no hacerlo: ojos grandes, de un intenso color café, ligeramente rasgados, adornados por unas pestañas largas y rizadas, tal vez esto último por efecto del rímel. Su nariz pequeña y afilada; su boca diminuta y linda. Era dueña de una sonrisa encantadora y una mirada dulcísima. Su cabello, que descansaba en su espalda baja era de un negro semejante al que imperaba aquella noche. Su piel blanca estaba perfumada por un aroma dulce, parecido al de un campo lleno de rosas; contrastaba con el humo del cigarro que llevaba en la mano derecha, el cual fumaba con la misma sensualidad y erotismo con que lo haría Greta Garbo. Poseía además unas piernas largas y bien torneadas que recuerdan a dos columnas de mármol; su cintura y cadera se encontraban en perfecta comunión. Senos pequeños, a simple vista firmes y brazos delgados terminaban de construir su esbelta anatomía.

Era un sueño, en esa esquina fría, recargada sobre la pared de la fachada color amarillo canario, adornada de forma espantosa por franjas diagonales de tonalidad anaranjada, al amparo del toldo que en algún momento de su existencia fue color blanco y que ostentaba de un modo deplorable el nombre de la estética Sagitario. Iluminada por los faros de los escasos autos que pasaban, a veces por el foco de 100 watts que los dueños del lugar dejaban encendido.

Para ser francos nunca entendí por qué había elegido un lugar como ese. Es cierto que es una avenida, pero una vez más apelando a la honestidad, no es la más transitada, ni siquiera es una zona económicamente decente. Pero eso no tenía importancia, ni entonces ni ahora. Después de ese encuentro, las noches que siguieron fueron parecidas: ella sola, tan bella, tan irreal y ajena al entorno, tan intocable.

Esto último sonará a sarcasmo, su profesión la ponía al alcance de cualquiera que pudiera o quisiera pagar una cantidad burda por ella, pero para mí resultaba inalcanzable, no en el entendido de que mi situación económica era precaria en ese momento, sino porque nunca pensé en esa posibilidad.

Supe su nombre porque me lo dijo una noche. Llegaba de la Facultad y al pasar a su lado como siempre, la miré; se encontraba en cuclillas junto a la cortina de metal de la estética, seguramente descansando. Llevaba un vestido entallado verde olivo, zapatillas de tacón negras y para cubrirse del frío una delgada chamarra de mezclilla. A diferencia de otras noches, esa vez no fumaba.

Por alguna extraña razón, en vez de caminar por la acera de siempre, pasé junto a ella. Sentí un deseo casi desesperado por voltear, por mirarla a la cara, pero me contuve. Quedó a mis espaldas y yo seguí mi camino. Hasta que escuché su voz, fuerte, un poco quebrada debido al hábito de fumar.

-Oye, ¿de casualidad no tendrás un encendedor o cerillos que me prestes?

Sin decir una palabra me detuve, llevé mi mano a la bolsa delantera izquierda del pantalón y saqué de ella un encendedor. No fumo; incluso me desagrada que las personas lo hagan cerca de mí, pero siempre porto un encendedor o unos cerillos. Creo que es una tendencia piromaníaca.

Di la vuelta y acerqué el encendedor al cigarro que ella sostenía entre sus labios. Inhaló y después de algunos segundos, expulsó el humo de su boca. Figuras blancuzcas se formaron en el aire, contrastando con la penumbra.

-Muchas gracias, es que el frío está cada vez más fuerte

Me limité a lanzar una mirada furtiva y a esbozar una mueca que era el intento lastimoso de una sonrisa. Después de eso guardé el encendedor y me disponía a seguir mi camino cuando volvió a hablar:

-Yo me llamo Amanda. Y tú, ¿cuál es tu nombre?

-Carlos.

Mientras preguntaba esbozó la primera de muchas sonrisas dedicadas a mí, esas sonrisas que tanto me fascinaban.

A partir de esa noche, nunca más volví a verla desde la acera de enfrente porque pasaba a su lado, nos mirábamos, intercambiábamos palabras, sonrisas. Y una amistad nació. Fueron los meses más felices de mi vida.
Hasta que llegó aquel sábado de julio que siempre recordaré entre otras cosas, por el diluvio que caía. No paró de llover en toda la tarde y yo me preguntaba seriamente si Amanda estaría en el lugar de siempre a pesar del clima. Decidí no entrar en especulaciones y estar puntualmente donde siempre, por si las dudas.

11:30 p.m. era la hora en la que llegaba donde se encontraba ella, era nuestra hora, lugar y momento. Pero aquel día el destino jugó en mi contra. El reloj de pared marcaba las 11:25 p.m. Tomé de la cama de mi cuarto la chamarra negra y salí de casa.

Llegué al lugar de siempre para ver la sonrisa de Amanda al amparo del toldo de la estética, con su cigarro en la mano recargada en la pared, esperando por mí. Pero lo que encontré fue algo completamente distinto. En el suelo se encontraba ella, empapada por la lluvia que no paraba de caer y que enjuagaba la sangre que brotaba de su costado derecho, el cual apretaba con las pocas fuerzas que le quedaban para tratar de detener la hemorragia. Me apresuré a sujetarla, a colocar su cabeza sobre mi regazo mientras le pedía que resistiera, que no me dejara. Traté de mantenerla conmigo, pero sólo se limitó a mirarme y sonreírme. Su última sonrisa fue para mí.

Lo que pasó después es confuso. Las imágenes del sepelio aún acuden a mi mente cuando cierro los ojos. Fueron días extraños, de esos que te dejan la sensación de pesadez en los pasos. Entre tanto caos, sólo días después me percaté de que el reloj de pared estaba retrasado, exactamente siete minutos. Cuando salí de casa no eran las 11:25 p.m., eran las 11:32 p.m.


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Patricia Guerrero