Subió el volumen de la música en el estéreo de marca china -o
japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de ensayo, se arregló el cuello
de la camisa escolar, hizo un segundo nudo a cada una de las agujetas, se secó
la gota de sudor que bajaba por su frente, apretó un agujero más el cinturón de
imitación de piel y se dirigió a la
habitación del fondo, separada del resto de la casa por una cortina de azul desteñido, que hizo a un lado hasta quedar frente a la
vieja cama donde fingía dormir el señor Pedro.
El señor Pedro, tío Pedro, o simplemente el señor, era la roca de la casa. A cargo de los ingresos
económicos desde la muerte de su hermano, había pasado a ser una figura
dictatorial dentro de aquel hogar, siempre ostentando –sin lograr- ser un padre
para los tres hijos que le sobrevivieron a aquel. Las pretensiones con Martita,
madre de los niños, fueron llevadas a cabo de manera fácil, ante su debilidad
emocional y los apuros económicos que cayeron sobre la familia como un alud. No
se había cumplido un año de la tragedia que
dejo en la orfandad paterna a los niños, cuando Pedro se mudó a su casa.
La llegada del tío, recibida en un primer momento con
recelo, pronto fue tomada como una bendición por los vecinos y los propios
integrantes de la casa. Julio y Manuel,
los hijos más pequeños se encariñaron pronto con él. No pasó lo mismo con Fede.
El mayor de los hermanos detestaba la idea de que alguien supliera a su padre,
de que alguien diera caricias a su
madre. El rechazo fue casi total y claro, pese a los escasos 6 años del niño.
Los primeros meses el asunto fue llevable con buenas dosis
de tolerancia. Pedro sonreía mecánicamente ante los berrinches de Fede y la decisión
de Marta de permitirlos. “Entiendelo”, era el salvoconducto del niño.
Una mañana del decimo mes a partir de la mudanza, las cosas
estallaron. Fede y Pedro se encontraron en el comedor. El primero se alistaba
para sus clases en la primaria del barrió y el segundo revisaba papeles del
trabajo, escribía sumas en un cuaderno añejo y cuchareaba los frijoles. Sobre
la mesa un paquete de fondo blanco mostraba a un gallo sonriendo. Fede inclinó
la caja sobre su plato y a continuación tomo
el cartón de leche en un acto descuidado; el líquido blanco rebotó sobre la
mesa, dejando algunas gotas sobre los Corn Flakes y el resto sobre la madera y
los papeles de Pedro, quien se incorporó gritando maldiciones y asestando una
bofetada al asustado Fede.
La escena quedó grabada en los recuerdos de ambos. Los
gritos, también en los de Julio y Manuel. El encanto que había conseguido Pedro
en esos meses, se diluyó en forma de un respeto basado en el miedo para los más
chicos. Sólo Marta ignoró el percance, o al menos quiso hacerlo. Ese día Fede ingresó a una precoz adolescencia
y también a una guerra donde tenía todo
que perder y muy poco que ganar.
El asfalto se fue desmoronando bajo sus pies y los muros de
su casa se hicieron más grandes. En cuestión de semanas dejo de ser –con excepciones-
Fede y empezó a ser Federico, un nombre que a pesar de pertenecerle no reconocía.
El margen de error, junto al grosor de los pasillos, se fue
haciendo menor. Cualquier equivocación
merecía un grito; cualquier error académico, un golpe. Así era mejor, decía
Marta, mejor que le duela, pero que aprenda y sea hombre de provecho, como su
padre. Ella se fue acostumbrando, pronto los gritos se combinaron con los golpes.
Eso hacía las cosas más fáciles.
Nadie se dio cuenta cuando las palabras de Fede se tornaron
estrechas. La voz bajita ocultó el progreso de la disfemia. Mejor quedarse
callado. Y se quedaba, por minutos, por horas. Fueron años de perfil bajo. De
sentarse en un rincón en el aula y sólo gritar cuando la selección o él o sus
hermanos anotaban un gol.
Cuando llegó a la secundaria los golpes cesaron. Era
demasiado tarde. Entre las fraternidades de la Técnica 57, los hombres jugaban
a demostrar su hombría de las formas bien sabidas. Él, que no era ni bueno para
derribar jóvenes, ni hábil con las palabras para las chicas, encontró refugio
en el grupo de Miguel y Fernando. “¡Son puñales!” Gritaba Pedro y remarcaba: “Sólo
porque eres puto no te pego”. Fede quería entonces ser homosexual y restregárselo
a su padrastro, pero sabía que aunque lo fuera no podría hacerlo y, además, era
tan heterosexual como imaginaba que se podría ser. Soñaba despierto y sufría de
insomnios por Elena. Los sufrió hasta que terminaron la secundaria y la ilusión
se desvaneció.
Por esa época también, Julio, el segundo de los hermanos,
dejó de ser el niño dócil que conocían y el enojo de Pedro se trasladó a él,
ante la desesperación de Fede. Pero eso no duraría mucho tiempo.
“Fue el susto que me dio el cabrón de tu hermano cuando
estuvo en el hospital” argumentó Pedro a Marta, culpándola por pertenecer a
aquella estirpe, en cuanto se dieron los resultados del examen médico: diabetes.
El hombre se deshizo y su cuerpo se
consumió rápidamente. Antes de un año del diagnóstico, Pedro cayó en cama y
Marta se volvió enfermera de tiempo completo. La escuela termino para Fede,
quién debió salir a conseguir dinero y los labores de casa se volvieron
responsabilidad de Julio y Manuel.
El deterioro presentaba grandes oportunidades de desquite.
Por eso Marta convirtió la habitación de Pedro en un altar inaccesible para los
hermanos.
Pero el día que Fede perdió el empleo la oportunidad llegó. Su
madre salió a surtir las medicinas. Los hermanos estaban en la escuela. Abrió
la puerta principal y notó el silencio.
Encendió la radio y se sentó en el sillón, sin saber que hacer. Finalmente subió el volumen de la música en el
estéreo de marca china -o japonesa-, tartamudeo algunas frases a manera de
ensayo y se dirigió al cuarto de Pedro, el señor Pedro, el señor.
“Pe pe pedr o”. Dijo y maldijo el impronunciable nombre de
ese señor. Se quedó callado. Jodidas frases, que huían cuando necesitaba
pronunciarlas. Pero allí estaba el padrastro, el golpeador, el que ahora negaba
la oportunidad de vivir la vida a su hermano. “Pe pedro”, dijo y el hombre
abrió un ojo mientras arqueaba la boca mostrando una sonrisa burlona. A partir
de allí Fede quedó sin palabras. Desesperado y apunto de soltarse a llorar, vio
la maceta de la esquina, se dirigió a ella, tomó un puñado de tierra y se lo
arrojó a la cara, logrando introducirla en los ojos y nariz del convaleciente.
Se sintió satisfecho. Dio media vuelta y volvió a limpiarse un
par de gotas de sudor que insistían en bajar de su frente. Al momento se oyó un disparo y un objeto metálico
salió de su abdomen, dejando tras de sí sangre que se derramaba en su ropa. Dio
algunos pasos más y cayó al suelo, impresionado hasta la inconciencia.
Fotografía: Harold Edgerton, Leche Derramada