Mañana se va. En la estancia ya están sus maletas, su ropa,
sus discos, sus libros. Los muñecos de peluche quedaron en el cesto, menos el
oso gris, que cuelga de la agarradera de la maleta más chica. Cuesta trabajo mantener la calma cuando tantos
años de convivencia han llenado de recuerdos la casa que hoy luce vacía, como
victima de un saqueo.
Hace un par de horas cenamos juntos. Preparo el café como
sólo él sabe prepararlo. La cocina y la sala se llenaron de olor a grano y a
vainilla. Me animé a preparar la cena; abrí el refrigerador pero por dentro
lucía tan desolado como la habitación que compartimos. Saqué un par de filetes
de la nevera, los sazoné y los coloqué en el sartén, mientras me sentaba en la
silla de madera que siempre estorbó en la cocina.
Desde allí contemple la sala, la mancha de salsa en la alfombra
que nunca pudimos eliminar. Vi la televisión que suponía el olvido del estrés
del trabajo y me pregunté cómo carajos esa pinche caja desplazó a los oídos de
la otra parte de la pareja, sin importar si era él o era yo. Debajo de la
pantalla estaba la muñeca tejida que compramos en las vacaciones del último año,
el último regalo que nos dimos, pagamos cada uno la mitad de esa muñeca.
También fue el último hotel en el que dormimos. La cama era pequeña, mucho más
que la cama de la casa, pero sofocaba mucho menos de lo que nos sofocó la
nuestra en los últimos meses.
Entonces bajó corriendo las escaleras, regresé de mis
pensamientos y creí que me quería decir algo con urgencia. No dijo nada. En
lugar de eso corrió a la estufa y la apagó, mientras tiraba a la basura los
filetes carbonizados. Ni siquiera reclamó, aunque por dentro le gritaba que me
gritara, que me dijera lo estúpida que fui por dejar la carne sobre el fuego y
perderme en la inmensidad de los recuerdos.
Tomó el teléfono y pidió una pizza hawaiana. Pensó que no me
di cuenta, supuso que yo no sabía cuanto detestaba ese sabor, por considerarlo común,
sin chiste. Pero no hice nada. Para qué íbamos a discutir la última noche.
Entre la vainilla y el olor a carbón cenamos casi en silencio.
Nos guardamos nuestros reclamos y nuestros odios, yo en la alacena y él en la
maleta grande, donde guardó sus jeans y sus libros favoritos.
Después subió al cuarto. Me pidió prestada una toalla, la
suya estaba extraviada en las maletas, y se metió a la ducha. Comenzó a cantar.
Evitó lo patético, ninguna de desamor. Así es él. De momento, hace un instante, guardó silencio.
No sé por qué. Imagino que algunas lagrimas corren por su rostro confundiéndose
con las que deja caer la regadera, perdiéndose en la coladera.
Lo pienso desde el sillón. Lo imagino sin querer ponerse la
última muda de ropa que queda sin empacar en la casa.
Pronto bajará a dormir. Le quiero pedir que se quede en la
habitación, que duerma conmigo, que sea nuestro último sueño compartido.
Suena su celular sobre la mesa de centro. Frente a mí. Debe
ser ella. Espero que sea ella. Que haya alguien más que pueda ocupar la línea del
móvil. Contesto y una voz femenina me da esperanzas. Pero una familiaridad en
las vocales me las quita. Es su hermana y no le quiere dejar recados. No quiere
hablar conmigo.
Me dan ganas de llorar. Hundo mi rostro en uno de los cojines.
No sabré en que momento me voy a quedar dormida, con la esperanza de despertar
a lado de él. No sabré la hora en que él me despertará y con su voz suave me
dirá que la habitación está arreglada, y yo caminaré a ella con los ojos
acuosos y sólo le diré: perdóname, con la jodida certeza de que ya me perdonó.
Mañana se va. Y cuando despierte ya no estará. El silencio
será terrible. Entonces sonará el timbre de la puerta y correré a abrir, con
las lágrimas secas, pero al abrir la puerta no será él, porque yo lo eché y le
di un plazo para dejar la casa, un plazo que llegó y pasó, y él se fue
respetando mi decisión, mis ganas adolescentes de cambiarlo, y el que está tras
de la puerta es ese hombre que desde algunos ángulos luce mejor, y que todos
piensan que es mejor, pero que nunca será tan imperfecto como el que
dejo la casa por la mañana. Y por eso le cierro la puerta sin decir una palabra
y subo las escaleras despacio, y me acuesto en la cama para intentar dormir el
resto del día, tal vez el resto del mes, o del año.