jueves, 30 de agosto de 2012

Fauna de alfombra (relato)


Mientras la miraba embelesado, un gato negro y grande permanecía inmóvil, sentado en la ventana, con la mirada perdida en la noche, cinco calles más allá de ellos.

Y él la miraba, sin saber del perro que en la azotea de enfrente dejaba de ladrar para preparar el aullido que dirigiría a la luna, que no era llena, pero poco faltaba para que lo fuera.

Y no le decía nada y no hacia falta, pero respiraba y su aliento llegaba, aunque con debilidad, al cuello de ella, descansado en otro cojín, sobre la misma alfombra.

Y ella movía la mano. Apuntaba al techo y dibujaba espirales, como las espirales del aire al paso de la lechuza que volaba con extremado silencio en un lugar a cientos de kilómetros de distancia.

Él la miraba. Observaba el todo brillante de su piel bajo el brillo de la luz artificial, y miraba la marca de la vacuna que hace años la había inoculado contra la tuberculosis.

Ella preguntó qué miraba, y él no dijo nada, pero apuntó con el dedo esa zona, a pocos centímetros del suelo, a la misma altura que tenía el césped  que en el parque esperaba por ser podado.

Ella se inspeccionó el brazo y vio la cicatriz. Bajó aun más el tirante de su blusa dejando ver la totalidad del hombro. Las pupilas de él se dilataron. Ella soltó una pequeña risa.  

Apenas se escuchó, como apenas se escuchaban los cantitos de los grillos, escondidos en algún lugar del pequeño departamento. Lo que dominaba el sonido, eran las respiraciones.

Con la traslación del tirante, esa fracción de piel tuvo su apogeo, y entonces él vio de nuevo ese lunar que dominaba casi en la  cima del hombro. Pequeño insecto negro. Pedazo de vacío.

Y al vacío quiso arrojarse, por eso se acercó  mientras ella inhalaba suficiente aire para no producir más sonidos y un hormigueo se le hacía presente desde el abdomen hasta la vagina.

Colocó la palma de su mano en el dorso de la de ella y con la nariz escaló el brazo, como araña subiendo en el hilo, mordiendo el codo y estirándole la piel a manera de descanso.

Ella exhaló, trago saliva y volvió a introducir aire profundamente. Tensó el trapecio y preparó el hombro, entregado al aire, a la boca, bello, portentoso. Él espero un segundo allí en la cima, acercó el aliento y se entregó a la penumbra, al abismo circular donde el ojo humano nada puede hacer.

Entonces, el gato en la ventana, movió la cabeza.  

jueves, 23 de agosto de 2012

Letras en el asfalto, parte 1 (relato)


No pudo evitar ponerse roja después de decir “te quiero”. La voz se le quebró un poco, pero obtuvo su compensación cuando el calor se me subió a la frente y le respondí: "yo te quiero más". Quiso decir algo, no sé qué, pero no pudo, y entonces me abrazó.

Así era Carolina. Tenía pocas palabras, pero nunca conocí brazos más elocuentes.  Yo creo que era una cuestión de familia. Sus dos papás tenían que salir a trabajar, así que ella partía su vida en tres lugares: de ocho a una iba a la escuela, de una a ocho vivía, comía y hacía tarea en la casa de su abuela. A las ocho su mamá la recogía y la llevaba a casa para cenar y dormir.

Su mamá se preocupaba mucho. Nunca lo dijo, pero se le notaba en la cara. Su papá era un misterio para el resto de los niños, pero Carolina lo quería mucho. Hasta donde sabíamos, trabajaba fuera de la ciudad y sólo podía verla el fin de semana, el día más divertido.


La conocía desde cuarto grado, cuando tuve que mudarme de ciudad porque a uno de mis papás lo corrieron del trabajo. Dejamos la casa, el barrio, la ciudad, para irnos a vivir a una nueva, donde “nos dejaran vivir en paz”.

Llegar a un nuevo lugar siempre es complicado. Y se imaginarán el primer día de clases en la nueva escuela. Papá Hugo me llevó hasta el salón, entré temblando, la maestra me recibió, se despidió de papá y me presentó ante la clase. “Niños, este es su nuevo compañero, se llama Mario, como llegó tarde al curso les voy a pedir que lo ayuden a ponerse al corriente”. Busqué un asiento desocupado y me fui a sentar, aunque estaba algo apartado del resto del grupo, o tal vez por eso. Antes de un minuto, dos sillas se estaban moviendo, abriendo un espacio para que jalara la mía en medio de ellas, eran Ramón y Carolina, quienes me invitaban a sentarme con ellos. De inmediato me hice su amigo y para el final del recreo ya no me sentía un extraño. Hubo una conexión, inocente si se quiere, entre yo y los niños del cuarto b, por primera vez me sentí parte de algo, y lo hice desde el momento en que jugamos futbol en la explanada, con los suéteres como postes de la portería y el bote de frutsi como balón.

Al día siguiente las cosas cambiaron en la cancha. Papá Roberto, que había hablado por teléfono al terminar las clases, había llevado a casa un balón nuevo pintado con los colores del Barcelona. Lo llevé a la escuela. Al principio, nadie se animaba a jugar, decían que se iba a hacer feo, Ramón me explicó que nunca habían jugado con uno original, pero después de perderle el miedo se armó una buena reta contra el cuarto A. No metí un solo gol y aunque perdimos, todos hablaban del que metió Caro y los que paró mi mejor amigo.


La maestra Anita era una mujer muy buena y siempre me ayudó mucho. Aunque puso a los más adelantados de la clase para auxiliarme, la verdad es que yo terminé ayudándolos a ellos.

Nunca olvidare como intercedió por mí en el primer problema. Era viernes de fin de mes y los tutores iban a junta para escuchar las indicaciones que fuera a dar la profesora y exponer sus preocupaciones. Tímida, la mamá de Arturo levantó la mano y preguntó: “y… ¿no es raro que tenga dos papás?”  Todo el salón guardó silencio, pero la maestra Anita ni se inmutó y contestó de inmediato. “Pues no es raro. Muchos aquí sólo tienen en casa a mamá, Paco vive sólo con su papá; usted doña Alicia, ha sabido muy bien cuidar sin ayuda a su nieta. Todos son diferentes y respetamos y queremos a todos.

Yo no sabía que hacer. Bajé la mirada y dejé de escuchar lo que hablaban los adultos, sentí que me ponía rojo y se me iba a escapar una lágrima. Entonces sentí por primera vez esos brazos delgados, elocuentes, que pasaban por mi espalda para abrazarme. Era Carolina y a nombre del grupo, aunque no de todos, me decía: “Te queremos”.

Por entonces no sabía qué era, pero sentí algo muy bonito. Cuando terminó esa junta, cuando terminó el día y me fui a acostar, no dejaba de pensar en lo feliz que era en esa escuela, con mi maestra para defenderme y con Carolina para… para… 

jueves, 16 de agosto de 2012

Las 11 (Relato)


Extendió las manos, encogió los dedos y se detuvo. ¿Para qué? Para qué comenzar con la rutina del tecleo con convencionalismos del tipo  “¿Cómo estás?” sin que el “bien, gracias” significara algo.

Tres segundos antes había sonreído lleno de emoción. La pereza con que miraba al ordenador, recostado en la cama y recargada la cabeza en la pared, desapareció casi mágicamente cuando vio el punto verde aparecer junto al nombre de ella. Se irguió, acomodó la computadora en el escritorio, se sentó en la silla giratoria y extendió las manos.

¿Para qué?  Siempre era él el que comenzaba las conversaciones, que no derivaban en nada interesante si no las sabía llevar a buen puerto. Si tan sólo ella tuviera una vez la iniciativa. Poquita cosa, nada más un “hola” que lo hiciera sentir, ya no digamos importante, al menos interesante o divertido. Pero eso no había pasado y seguramente no pasaría. No había antecedentes, ni uno en el par de meses que llevaba esperando la llegada de las 11 de la noche mientras fumaba o perdiendo el tiempo tumbado en la cama.

Las 11 de la noche. A veces 11 con 5 minutos, pero nunca 11 con seis, rara vez 10 con 59. Si un aliciente tenía para seguir en la guardia era ese, no  las insinuaciones nunca respondidas ni los comentarios de cariño estilo “eres un buen amigo”, sólo la puntualidad con que ella llegaba a la red social.

Buen amigo, quizá. De que otra forma le seguiría hablando después del par de desplantes anteriores a la época de la espera cibernética. Las invitaciones rechazadas bajo pretextos comunes. O tal vez no eran pretextos. Quién sabe.

Se puso de pie, el reloj marcaba las 11 con 3. Fue a tomar agua y lleno el vaso lento, lo bebió en la cocina a sorbos pequeños, extendiendo la duración del líquido. Abrió el refrigerador y sacó el jamón, la mayonesa, una rodaja de piña y de la alacena extrajo el pan Bimbo.  La lentitud parecía un defecto imposible. Empuñó el sándwich y se dirigió a la pantalla para comprobar que apenas eran las 11 y 10 y no, ella no había dicho hola.

Se molestó y casi al mismo tiempo se reprendió por hacerlo. Mordió con fuerza el pan y un pedazo de piña cayó sobre el teclado, escribiendo en la ventana de conversación el fonema “HU”. Pasó los dedos sobre la mancha de jugo y  sólo consiguió expandirla. Se desesperó y de dos mordidas metió el sándwich a su boca, empujando con los dedos su totalidad. Sin poder hacerlo bien tomó aire, tragó la comida en ello gastó otros minutos, pero nada, ella no iba a escribir.

En la pantalla de Facebook estaba su sonrisa, discreta, eternizada en una foto de perfil. El punto verde junto a su nombre desapareció, pero 20 segundos después volvió a verse. Entonces fue que él notó las letras escritas por la fruta en la ventana donde aún se podían leer las despedidas de la noche anterior: “HU”.

Apretó enter y en un segundo apareció la respuesta en la pantalla:

-¿HU? 

domingo, 5 de agosto de 2012

Estrépitos (relato)


Es como entrar al agua. Las manos penetrando en la superficie, los brazos abriendo una puerta, el líquido cortando el paso del estrépito cotidiano, limitante. El liquido envolviendo.
Cierras los ojos y el aire incrementa la densidad. El cuerpo se vuelve inestable una vez sumergido. Pero respiras. Yo respiro y aspiro el conglomerado de aromas que es tu aroma; hormonas, bosque, fruta, perfume, restos de desodorante, calor, viento, nubes.
Me dejo caer y emerges, estirando los músculos, expandiendo la visión hacia la totalidad del techo, de las copas de los árboles morados que depuran el carbono del foco. Emerges y flotas. Tu cuerpo, tu ropa flota contigo.
Beso tus pantorrillas y acaricio tus espinillas por encima de tus mallones negros, lisos, luminosos. Sonríes arriba del agua mientras tus piernas juegan debajo. Tu cabello se extiende cargándose de la energía del conductor universal y mientras tus pies se vuelven contorsionistas, terminando de liberarse del calzado, salivas y la curva de tus labios se ensancha.
Pataleas en arrítmicos movimientos, braceas y llevas tus extremidades a juntarse. Alcanzas tu cintura, tu cadera y bajas, con los mallones en las manos, enrollándolos y desenrollándote. Mueves el agua, produces ondas. El agua de pronto vibra. Sube la marea, pero el movimiento no es tuyo. Hay ruido. Estrépito. Temo. Emerjo y tú me buscas,  me abrazas y  me arrullas como a un niño.
Afuera del departamento, pasó un camión de carga. Retumbaron las paredes, se estremecieron las ventanas. Los cristales, frágiles como hojas secas. Frágiles como el cuerpo humano. Como el sistema nervioso. Como los huesos.
Temo estar contigo. Me da pánico tu desnudez como me aterra el estrépito de los motores. Pero tu pierna es espada. Tus rodillas son escudo que cubre mi tronco. La tela de tu ropa, la tierra donde se filtra tu sudor, y donde creo mi trinchera. Un lugar sereno donde los latidos de mi corazón se estabilizan. Donde recupero el habla.
El sillón es pastizal. Lo sabes y por ello te deshaces de los cojines sobrantes. Los tres más grandes van a dar al suelo, dos de los pequeños te sirven como el desnivel de tierra y raíces donde descansa tu cuello y aproximas el resto al lugar donde descansaran tus pies después del éxtasis.
Cantas la canción de cuna: Coyotito del monte, cansado de tu penar, bebe agua de este río, termina de llorar…
Concluyes la tonada y respiras. Dejas de abrazarme y levantas mi cabeza. Me muestras tus manos delgadas, pequeñas, recias; te acaricias los pechos por sobre tu ropa y cierras los ojos, por puro instinto, por naturaleza, la misma que te hace apartarme cuanto puedes apartarme en este mueble, para abrir las piernas en toda su extensión, para invitarme, para antojarme.
Cumplido tu propósito, doy pequeños besos en tus muslos y planeo sobre ellos, hasta llegar a tu cavidad poplítea, y la lamo y la muerdo. Te retuerces de risa. Te matan las cosquillas y por eso me jalas nuevamente hacia arriba y empujas tu cuerpo hacia abajo. Me enfrentas con tu sexo. Ese lugar que nunca pretendiste negarme, pero al que tenía miedo de llegar. Su delicioso olor me anula por un momento. No sé cuanto tiempo es uno. Los momentos se agrandan o se reducen de forma totalmente caprichosa.

Aquella mañana, las nubes no competían contra el sol. Si la naturaleza brinda pistas sobre la proximidad de las tragedias, entonces yo no supe verlas. El viento soplaba ligero, esparciendo la humedad. Bajo las ropas se acumulaba el calor y había que desprenderse del mayor número posible de ellas. Las mujeres sacaban los escotes, las minifaldas, los hombres las camisetas.  
En el intento de alejar el bochorno, era muy fácil dejar botas, guantes y casco. Decidí no hacerlo. Cogí la moto y salí al recorrido monótono. A la ruta de siempre. Las ciudades son entidades antropófagas. Las avenidas son ríos de constantes choque de ondas. Basta que un elemento pierda el ritmo de la corriente para desequilibrar la danza de los circulantes.
Hay tantas formas de volar. Y esa mañana el vuelo fue tan largo, aunque sólo haya durado un par de segundos. La fragilidad de las mentes, de las gargantas, de los cristales de los espejos retrovisores de la motocicleta, se conjugaron en un solo crujido cuando el automóvil gris atravesó a toda velocidad, y en semáforo rojo, la perpendicular a la avenida que yo circulaba mientras intentaba alcanzar el otro lado.  
Una descripción más exacta incluiría la forma en que mis dedos intentaron detener la motocicleta, el frente del automóvil intentando girar inútilmente y arrojándome hacia el asfalto.
El sonido más cruel fue el de las llantas de la camioneta roja, quemándose por detenerse, partiendo los huesos…

De cualquier forma, tú sabes la historia. Por eso te flexionas y aprietas mis costillas mientras recorro tus pliegues. Acercas cuanto puedes tu boca a mis oídos y haces audibles tus gemidos. Danzas haciendo figuras imposibles. Tus pies van de mis muslos al lugar donde una vez estuvieron mis piernas. Tus manos bajan por mi espalda y giran hasta el lugar donde yace mi miembro inservible y yo no puedo interpretar ese movimiento.
Te tiras hacia el agua de nuevo. Abajo escucho más fuertes tus gritos, que aumentan de intensidad de la misma forma que aumenta la fuerza de tus piernas en mi cuerpo. Gritas. Gritas. Gritas. Y algo similar a un orgasmo me recorre desde la coronilla hasta los muñones impidiéndome respirar. Y grito.  Nos ahogamos y flotamos como cuerpos inertes que ya no necesitan nadar, porque se han vuelto dioses del agua.